El talento que tuvo que enfundarse pantalones para que le permitieran brillar

Ciencia y más

Genios disimulados, embozados, ocultos tras gruesos gabanes de caballero, sombreros de fieltro y bufandas negras de doble (o triple, o cuádruple) vuelta con los que ocultar la sonrisa y la mirada. Durante siglos la mitad de la población del mundo tuvo que tirar de disfraces y pantomima para poder pisar un aula. Las absurdas leyes que vetaban a las mujeres el acceso a la universidad obligaron a no pocas jóvenes a esconder su identidad para burlar la prohibición. También para desempeñar oficios que, como Medicina o Veterinaria, solo estuvieron al alcance de los hombres durante ciertos períodos de la historia. Científicas y profesionales a pesar de todo, de las restricciones y de la intolerancia.

Alcanzar un título académico no es sencillo. Despuntar en una carrera profesional e investigadora lo es menos aún. A esos dos retos, estas pioneras tuvieron que añadir otro esfuerzo todavía mayor: ceñirse la máscara, renunciar a su nombre e identidad para saciar su sed de saber. Dar la espalda a una parte de ellas para tener la oportunidad de realizarse en sus vidas en un sentido pleno. En otras ocasiones, optaron por vivir con la identidad masculina con la que se identificaban –más allá del sexo con el que habían llegado a la cuna–, lo que les abrió las puertas de las aulas. Cuando su secreto se desvelaba el escarnio y el castigo eran entonces aún mayores, azuzados por los mismos perjuicios emponzoñados.

Públia Hortênsia de Castro.

El listado de mujeres que a lo largo de los siglos se han visto obligadas a recurrir a disfraces y nombres falsos es largo. Algunas han dejado huella en las crónicas. Por su éxito profesional o por la polémica que las golpeó cuando se descubrió su identidad. Muchas se han perdido probablemente en la oscuridad de la historia. Aquí se citan algunos casos. No están todas las que son. Sí son todas las que están.

Desde el Portugal del siglo XVI asoma el caso de Públia Hortênsia de Castro (1548-1595). Para poder acompañar a su hermano –un fraile dominico– a las aulas de la Universidad de Coimbra y estudiar Humanidades, Filosofía y Teología, se cuenta que Públia tuvo que vestirse de hombre. A lo largo de su vida la lusa, nacida en Vila Viçosa, destacó por su amplia erudición y compuso obras como Flosculus Theologicalis o Poezias Várias Latinas e Portuguezas, entre otros títulos.

Jeanne Baret.

Siglo y medio después de la muerte de Públia y a cientos de kilómetros de distancia, nacía en la Borgoña francesa Jeanne Baret (1740-1807), reconocida (hoy, claro está) botánica y primera científica en completar una vuelta al mundo. A pesar de su talento investigador e importantes aportaciones, a Baret se la suele recordar por cómo logró sus éxitos. Desde finales del siglo XVII las mujeres tenían prohibido embarcarse en navíos de la Marine Royale, así que cuando su amante, Philibert Commerson, botánico del Rey, tuvo que sumarse a la larga expedición de tres años de Lous-Antoine de Bougainville por Tierras Australes, la pareja se vio en un brete. Durante años Commerson había dado clases de botánica a Baret, hábil alumna. Con esos conocimientos, decidieron trazar un plan: Baret formaría parte de la expedición, pero no como Baret, ni siquiera como mujer. Se haría pasar por un joven marinero que asistiría a Commerson durante la singladura. Para evitar sospechas, cada uno embarcó en un puerto distinto. Durante el viaje, Baret recolectó gran cantidad de plantas y asumió la responsabilidad de la investigación cuando Commerson enfermó. Entre los dos recolectaron más de 6.000 especímenes, conservados en el Museo Nacional de Historia Natural de París. A pesar de su papel crucial, Baret no recibió reconocimiento hasta hace muy poco. Por el contrario, Commerson y Bougainville han visto cómo sus aportaciones quedaban fijadas a la historia al bautizarse con sus apellidos varias especies.

Jane Dieulafoy.

El arrojo de Baret va a la par del que mostró su compatriota Jane Dieulafoy (1851-1916). Exploradora, escritora, arqueóloga, se la recuerda de forma especial por los vestigios que halló en Susa junto a su marido, Marcel-Auguste, y que hoy pueden disfrutar los visitantes del Museo del Louvre. Entre 1897 y 1908 el matrimonio emprendió más de una veintena de viajes por la Península Ibérica, periplo del que se conservan las fotos tomadas por Jane en León. A esta mujer intrépida de Toulouse no se la recuerda solo por los frisos, capiteles… desenterrados en Persia. Suele evocarse por algo bastante más frívolo, pero que deja una prueba igualmente palpable de su determinación, la misma que le llevó a combatir con su marido en el frente: su costumbre de vestirse con prendas de hombre y llevar el pelo corto. Hoy a nadie sorprende ver retratos de una Jane de mirada firme, con el mismo corte de cabello que lucían los jóvenes de su época y ataviada con chaqueta y pantalones. Hace un siglo la cosa era diferente. Se cuenta que tuvo que recibir un permiso especial para mantener aquel aspecto, que a buen seguro le facilitaba su trabajo de campo y desplazarse de forma más segura y libre por Oriente Medio.

Concepción Arenal.

Contemporánea de Dieulafoy, aunque 30 años mayor, era una de las grandes pensadoras de la historia de España: Concepción Arenal (1820-1893). La gran escritora, intelectual y periodista del siglo XX tuvo que lidiar también con la estrechez de miras de su época. Entre 1842 y 1845, con poco más de 20 años, la insigne ferrolana tuvo que recurrir también al ropero de caballero para colarse en algunas clases de Derecho de la universidad. “Evidentemente no cursó la carrera, ni hizo exámenes, ni alcanzó ningún título, pues en este momento histórico las aulas universitarias estaban reservadas exclusivamente para los varones, pero sin duda enriqueció y afianzó su interés por las cuestiones penales y jurídicas”, explica la profesora María de los Ángeles Ayala Aracil, quien recuerda que fue en ese contexto en el que la escritora conoció a su futuro esposo, Fernando García Carrasco. No fue la única ocasión en la que Arenal tuvo que ocultar su identidad para recibir un trato de igual por parte de sus colegas. En 1860 atribuyó a su hijo Fernando la autoría del ensayo La Beneficencia, la Filantropía y la Caridad, que premió la Academia de Ciencias Morales y Políticas. El engaño no duró mucho porque el vástago de Arenal solo tenía por entonces diez años, pero debido a la calidad innegable del texto la Academia decidió concederle el prestigioso galardón. Fue la primera vez en su historia que se lo otorgó a una mujer.

Aleen Cust.

Si damos un salto hasta Irlanda descubrimos allí a otra pionera de voluntad de acero que también supo sobreponerse a los ridículos y casposos perjuicios de su época. Aleen Cust, primera médico veterinaria de Reino Unido, se encontró cuando quiso estudiar la carrera con que las puertas de la universidad le estaban cerradas por su sexo. En 1890 en los pupitres de la New Veterinary College solo se sentaban alumnos varones y el examen de colegiación vetaba a las mujeres. Para burlar esa barrera, Cust ocultó su nombre tras el pseudónimo de A. I. Custance, apellido que tal vez tomó de un famoso jinete de la época. Con el fin de convencer al decano, se sospecha que Cust tuvo que demostrar su gran talento académico. Aunque logró acceder a la formación, le privaron del título. El Consejo del Royal Collegue of Veterinary Surgeons (RCVS) rechazó su solicitud y la joven debió conformarse con una simple acreditación expedida en 1900 que daba fe de que había terminado sus estudios de forma provechosa. Con el paso de los años sería su propio prestigio profesional, ganado a pulso y con sudor, el que terminaría franqueándole el camino en Veterinaria y el respeto de sus colegas. Dos décadas después de aquel bochornoso capítulo de la RCVS, un avance legislativo permitió a Cust continuar con su lucha para acceder al reconocimiento oficial. Gracias a la Sex Disqualification (Removal) Act, que impedía que una mujer fuese excluida de una profesión por su sexo, Cust pudo solicitar el examen que le habían negado en 1900. Poco después era presentada como la nueva veterinaria de la vetusta sociedad.

Sophie Germain.

Cust no fue la primera mujer en escudarse en una falsa identidad para saltar por encima de perjuicios machistas. La talentosa matemática parisina Sophie Germain (1776-1831) decidió recurrir al pseudónimo Monsieur Le Blanc para cartearse con el gran Carl Friedrich Gauss y que este no la denostase por su sexo. Germain es un ejemplo claro del talento que ha derrochado la ciencia por dar la espalda durante siglos a las mujeres. Como apuntan María Moledo Aparicio y Adela Salvador Alcaide, “la historia de Sophie es la de una matemática brillante que no pudo lograr su pleno desarrollo porque en sus años de formación no pudo acceder a una educación matemática formal, y en su madurez tuvo que trabajar en solitario porque una jerarquía científica, totalmente masculina, la excluía”.

James Miranda Barry.

Difícil encontrar una historia tan fascinantes como la de Margaret Ann Bulkley, quien pasó a la historia como el cirujano James Miranda Barry (cca. 1789-1865). Nacida mujer, vivió su vida adulta como hombre, se desconoce si por elección propia o para ingresar en la universidad y formarse como médico. De lo que no hay duda es de que no habría podido saciar esa vocación de Galeno si no hubiese cambiado su identidad. James (Margaret) estudió en la University of Edinburgh Medical School, donde se diplomó en 1812. Poco después se alistaba en la Armada Británica, con la que sirvió en la India o Sudáfrica, siempre bajo la identidad de James, un cirujano de carácter férreo. En uno de sus escritos la precursora de la enfermería profesional Florence Nightingale se quejaba de la “brutalidad” de Barry. “Era la criatura más endurecida que haya encontrado nunca”, apuntaría más tarde, tras saber que era una mujer. A lo largo de su carrera, James sirvió en Ciudad del Cabo, Isla Mauricio, Trinidad y Tobago, Malta, Corfú… contribuyendo a mejorar la salud de las tropas y las poblaciones nativas. Falleció en 1865, cuando frisaba los 80 años, en Inglaterra, al enfermar de disentería. Tras su muerte se descubrió que era una mujer.

Eleno de Céspedes.

Sin necesidad de salir al extranjero, encontramos en la España del siglo XVI un caso digno de ser recordado, el de Eleno de Céspedes, la primera cirujana de la historia de la medicina española. Este personaje fascinante, que vivió su transexualidad con valentía en la España de Felipe II, tiene una historia que sorprende aún hoy, casi cinco siglos después de su nacimiento, hacia 1545, en Granada. Eleno vivió los primeros años de su vida como una niña, trabajó como tejedora, se casó y llegó a tener un vástago que entregó en adopción. Descontenta con su vida, abandonó su hogar, se vistió de hombre y emprendió un periplo que le llevaría a combatir en la Guerra de los Moriscos de Granada. En Madrid se formó como cirujano –un título reservado entonces a los varones–, oficio que desempeñó en el hospital de la Corte y El Escorial. Eleno llegó a casarse con una mujer. Sometida a juicio, condenada a zotes públicos y reclusión, la historia del granadino es un ejemplo de arrojo.

Enriqueta Favez.

Su periplo vital guarda paralelismos con el de la suiza Enriqueta Favez (1791-1856), nacida también niña pero que decidió vivir el género con el que se identificaba: el masculino. Ya como Enrique, estudió medicina y ejerció en el ejército de Napoleón y Cuba. Al igual que Eleno, se casó; y también como el granadino, tuvo que sufrir juicio, condena e incomprensión. Terminó ingresando en un convento y fue misionera en México.

Públia Hortensia de Castro, Jeanne Baret, Jane Dieulafoy, Concepción Arenal, Aleen Cust, Sophie Germain, James Miranda Barry, Eleno de Céspedes, Enrique Favez… vivieron en épocas distintas y sus historias están separadas en ocasiones por siglos y cientos de kilómetros. Sus circunstancias tampoco coinciden siempre. Nada tienen que ver por ejemplo los periplos de Públia o Concepción Arenal con los de Eleno de Céspedes o Enrique Favez. Sin embargo todas están unidas por una determinación a prueba de perjuicios, arrojo y preñada de pasión. Con su ejemplo, ayudaron a tumbar barreras.

Bibliografía

Sobre el autor

Carlos Prego Meleiro (@CarlosPrego1) es redactor en Faro de Vigo. Colabora con las webs de divulgación Acercaciencia y E-Ciencia.

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