
Menno Huizinga/Wikimedia Commons, CC BY.
Todos sabemos que las guerras tienen consecuencias devastadoras: ciudades destruidas, economías colapsadas, familias separadas… pero hay un efecto menos visible que puede alcanzar incluso a quienes no vivieron el conflicto directamente: los trastornos mentales.
¿Pueden los efectos de una guerra viajar más allá del tiempo y marcar a quienes aún no han nacido? La ciencia dice que sí.
Durante los grandes conflictos del siglo XX, como la Segunda Guerra Mundial o la Revolución china, millones de personas vivieron en condiciones de pobreza extrema y escasez alimentaria. Esta situación provocó desnutrición severa en la población, pero también afectó a quienes la sufrieron indirectamente: los bebés en gestación.
Dos de los casos más documentados, el Invierno del Hambre en Holanda (1944-1945) y la Gran Hambruna China (1959-1961), muestran cómo la escasez de alimentos durante el embarazo afectó a los fetos en gestación. Décadas después, estudios revelaron que estos tenían mayor riesgo de desarrollar esquizofrenia, depresión o trastorno bipolar.
A pesar de las diferencias geográficas y temporales, los datos coinciden: el hambre prenatal no solo afecta el crecimiento físico, también deja huellas duraderas en la salud mental.
El cuerpo de la madre es como un ‘canal de noticias’
Para entender cómo el hambre prenatal puede dejar marcas tan profundas, imaginemos que el cuerpo de la madre es como un “canal de noticias” para el feto. Todo lo que ocurre afuera –lo que la madre come, cómo se siente, etc.– se traduce en mensajes químicos que informan al bebé sobre el entorno donde crecerá.
Si las señales indican tranquilidad y abundancia, el feto crece en un ambiente seguro. Pero si señalan hambre o estrés, el mensaje es claro: “El mundo afuera es hostil y los recursos son limitados”. En respuesta, el cuerpo del bebé se adapta ajustando su metabolismo o reduciendo el crecimiento de ciertos órganos, con el objetivo de sobrevivir y ahorrar energía.
Tales adaptaciones pueden ser útiles a corto plazo si el niño nace en un ambiente de carencias. En cambio, si luego vive en un entorno con abundancia, ese cuerpo “programado para la escasez” puede desarrollar problemas como diabetes tipo II, obesidad o hipertensión.
Estas mismas señales también afectan al cerebro. Durante el embarazo, las conexiones neuronales se forman según el entorno. Si es hostil, el cerebro se adapta para sobrevivir, pero eso puede aumentar el riesgo de trastornos mentales en el futuro. Curiosamente, muchas personas con esquizofrenia también desarrollan diabetes tipo II. ¿Casualidad? Parece que no.
Problemas mentales y metabólicos, que suelen considerarse independientes, podrían tener un origen común: condiciones adversas al inicio de la vida.
De la desnutrición prenatal a la psicosis
Para desarrollar un trastorno mental como la esquizofrenia no basta con tener una predisposición genética, también hace falta un “detonante” ambiental. Y uno de los más potentes es el estrés extremo o la falta de nutrientes durante el embarazo.
Durante esta etapa crítica, el cerebro del feto se está formando a toda velocidad. Si faltan nutrientes esenciales como ácido fólico o ciertos aminoácidos, se ve comprometido el desarrollo de estructuras clave como el hipocampo (implicado en la memoria) o la corteza prefrontal (clave para tomar decisiones y percibir la realidad). Pero no se queda aquí: también se altera la química cerebral.
Uno de los sistemas más sensibles a estas alteraciones es el de la dopamina, un mensajero químico que regula funciones como la motivación, la atención o la percepción. En condiciones normales, la dopamina actúa como un “director de orquesta”, coordinando la actividad de distintas áreas del cerebro. Pero si este sistema se desajusta por experiencias adversas durante la gestación, puede acabar sobrerreaccionando. El resultado: un cerebro que interpreta mal la realidad y que puede producir síntomas como alucinaciones o delirios.
La huella epigenética
Más allá de la genética, lo que realmente cambia en estos casos no es el ADN en sí, sino cómo se usa. Y ahí es donde entra en juego la epigenética.
La epigenética no implica modificar la secuencia del ADN –eso sería una mutación–, sino ajustar el encendido o apagado de ciertos genes. Es como si el ADN fuera un manual de instrucciones, y el ambiente decidiera qué páginas hay que leer. El hambre, el estrés o la falta de nutrientes durante el embarazo funcionan como interruptores, activando o silenciando genes según qué percibe el cuerpo como prioritario.
Lo fascinante es que estas modificaciones epigenéticas no cambian el contenido del ADN, pero sí su funcionamiento. Una de las más estudiadas es la metilación del ADN, una especie de “post-it químico” que marca qué genes deben mantenerse apagados. Estas marcas pueden crearse en respuesta al entorno, pueden permanecer estables durante años y, afortunadamente, podemos medirlas. Al analizar muestras biológicas, los científicos pueden identificar estas señales moleculares y relacionarlas con riesgos futuros de salud.
Eventos que pasan factura
¿Qué pasa cuando una embarazada vive una situación de crisis? No hace falta imaginar una guerra: los efectos del estrés también se cuelan en contextos aparentemente seguros. En países desarrollados, muchas mujeres enfrentan dificultades para acceder a alimentos nutritivos o a una vivienda estable. Incluso fenómenos como un apagón prolongado –como el vivido en España el pasado 28 de abril, con más de 12 horas sin electricidad en algunas zonas– pueden generar ansiedad, inseguridad y afectar la salud de quienes están en etapas vulnerables, como el embarazo.
Este tipo de experiencias no solo dejan una huella momentánea. La ciencia ha demostrado que el estrés durante la gestación puede alterar el desarrollo del cerebro del bebé, aumentando el riesgo de problemas metabólicos y de salud mental a lo largo de su vida.
Por eso, entender cómo el entorno influye desde el inicio nos permite ampliar la mirada sobre la salud mental. No hablamos solo de decisiones individuales o genética, sino también de derechos, políticas públicas y justicia social. Proteger a las embarazadas garantiza cuerpos sanos, sí, pero también proteger mentes. Porque el impacto del hambre o el estrés no se queda en el presente: puede transmitirse, silencioso, a las generaciones futuras.
Sobre la autora
Nora Guasch Capella, Investigadora Predoctoral en Biología Psiquiátrica, Institut d’Investigacions Biomèdiques August Pi Sunyer – Hospital Clínic Barcelona / IDIBAPS
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.