Es posible que la máquina de escribir apareciera para facilitar la escritura a personas ciegas. Pellegrino Turri fabricó la primera en 1808 para que una amiga ciega pudiera escribirle cartas sin intermediarios. Más adelante hubo muchos inventos parecidos hasta perfeccionar un teclado, unos tipos y un mecanismo adecuado para escribir más rápido que a mano.
Algo de historia
La primera máquina de escribir comercializada fue la danesa Malling-Hansen en 1870, pero la que tuvo un éxito significativo fue la de los estadounidenses Christopher Latham Sholes y Carlos S. Glidden, en 1872. Fue producida por la compañía Remington, el fabricante de rifles. Para esa fecha ya se había estandarizado un modelo y de ahí en adelante este se simplificó, diversificó y masificó.

La máquina de escribir permitía una escritura rápida con letras claras y uniformes, y su aparición revolucionó la forma de pensar de la sociedad. Uno de sus efectos secundarios más significativos fue la inserción de la mujer al mercado laboral. Por primera vez, las mujeres dejaron sus trabajos en las fábricas, en las escuelas y en la casa para dedicarse a una ocupación que les exigía un cierto nivel intelectual. Según la historiadora Margery W. Davies, esto fue debido a la rápida expansión del mundo empresarial y de las agencias del gobierno: había muchas cartas que escribir y mucho papeleo administrativo.
Las mujeres de clase media eran mano de obra barata, con formación suficiente para el trabajo de secretarias y eran aceptadas por la burguesía, los intelectuales y las pioneras del feminismo.
Esta feminización del trabajo de oficina fue muy rápida. En Reino Unido, por ejemplo, hasta finales del siglo XIX no había mujeres en las oficinas. En 1870 no llegaban a mil. En 1911 eran 125 000, mientras que en 1961 sumaban 1,8 millones y en 2001 había 2,5 millones de empleadas.
Sin embargo, el argumento político no era suficiente para que la opinión pública aceptara la idea de que las mujeres de clase media trabajaran. No fue fácil contrarrestar el discurso de que el tiempo en las oficinas alejaría a las mujeres del hogar y de su dedicación a la familia. Las empresas se encargarían de modificar este argumento. Lo consiguieron cambiando la perspectiva del espacio doméstico y liberar así a las mujeres para que trabajaran en el espacio público, en el ámbito comercial. El imaginario cultural tenía muy arraigados roles, clichés y estereotipos creados en parte por los medios de comunicación.

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Utilizando estos recursos, se contraatacó con campañas publicitarias dirigidas a las hijas de los hombres de negocios y de la clase media, construyendo el ideal de que la vida de la mujer mecanógrafa era una aventura muy atractiva. Esta premisa fue suficiente para romper con la angustia social de ver a la mujer como ser independiente fuera de su casa. Cuando Sholes fotografió a su hija Lilian en 1872 con una máquina de escribir, dio el pistoletazo de salida a la aceptación de las mecanógrafas.
Para evitar que los hombres dudaran de la capacidad de la mujer para manejar el dispositivo, se promovió la idea de que trabajar con la máquina de escribir servía de aprendizaje para la máquina de coser.
En esta línea, en 1881, la oficina de YWCA de Nueva York impartió los primeros cursos de mecanografía para chicas jóvenes y defendió que la máquina de escribir formaba parte de los instrumentos convencionalmente femeninos. De esta forma, los hombres aceptaron la incorporación de la mujer como mecanógrafa en el mundo de los negocios.
Mecanógrafas baratas
Los sueldos de las dactilógrafas eran un 25 % más bajos que los de los hombres: los salarios, se argumentó, no se concebían en la mujer como una medida del valor del trabajo, sino como una especie de imperativo moral diseñado para mantener a la familia como la piedra angular del orden social; el hombre siempre tenía que ganar más dinero.
De todas formas, comparados con los de otras ocupaciones típicamente femeninas los sueldos como mecanógrafas eran hasta diez veces superiores.
Margaret Davies, en su libro Women’s Place is at the typewriter («El lugar de la mujer está en la máquina de escribir», ¡no en la cocina!), comenta que a finales del siglo XIX, en el noreste de las ciudades de Estados Unidos, el servicio doméstico ganaba entre 2 y 5 dólares a la semana, las trabajadoras en las fábricas entre 1,5 y 8, y las mecanógrafas y taquígrafas entre 6 y 15 dólares por semana.
Las mujeres querían trabajar con las máquinas de escribir; había otros factores como realizar un trabajo menos intenso y con más exigencia intelectual que los de las fábricas o los del servicio doméstico y, lo más importante, se adquiría ascenso económico y social.
Ser aceptadas y reconocidas en su puesto de mecanógrafas cambió la autoestima de las mujeres que decidían cómo vestir, si fumar o no y, en definitiva, que se sentían libres con una vida fuera de casa.
La gran mayoría de las trabajadoras en las oficinas eran solteras y menores de 30 años. La vida laboral no era muy larga y, por lo tanto, había una elevada tasa de rotación.
Además, no promocionaban. Las barreras laborales eran evidentes desde el principio.
Como hasta la década de los años 60 estuvo prohibido en Reino Unido que las mujeres casadas trabajaran, las empleadas cambiaban constantemente: se casaban, se iban y venían otras. Las que no se casaban enseñaban a las mecanógrafas más jóvenes.
Esta era la situación de Hogarth, que decía que las chicas mostraban un fervor y un entusiasmo infinito, pero el problema llegaba cuando se convierten en mujeres de mediana edad y siguen en un trabajo sólo apto para principiantes. Entonces se transformaban en máquinas. Janet Hogarth fue la primera recepcionista del Banco de Inglaterra y empezó a trabajar en 1893. Salió del banco en 1905 para trabajar como directora del Cheltenham College, un cargo mucho más apropiado para una mujer con su inteligencia.
Pasó mucho tiempo antes de que una mujer pudiera realizar tareas más interesantes en el Banco de Inglaterra. Y más de un siglo después, aunque ha habido cuatro mujeres en el comité de política monetaria, ninguna ha llegado a ser gobernadora.
La imagen de una mujer liberada
Una fotografía tomada en 1899 muestra a una mujer joven sentada en un escritorio con las piernas cruzadas encima de la mesa. Lleva unos zapatos sexys y hay una bicicleta apoyada en su escritorio. Sobre la mesa hay una manzana a medio comer, un vaso, un calendario, algunos archivos y una máquina de escribir Remington estándar 2. La imagen es muy atrevida porque incluso se ve parte de la pierna y el tobillo de la mujer.

Aparecen dos instrumentos de emancipación: la bicicleta y la máquina de escribir. La revista American Journal señaló en 1898: «ninguna experta puede manejar la máquina de escribir o la bicicleta si se le mantiene en una jaula de huesos y acero», aludiendo a los corsés.
Antes de trabajar en el banco, Janet Howard terminó su carrera de filosofía en Oxford y se graduó con honores, fue la primera de su promoción. Aunque era muy buena en lingüística, su trabajo como recepcionista era muy aburrido. «Tenía que hacer tareas monótonas, tenía que lidiar esencialmente con la cancelación de billetes, su clasificación y su registro en los libros de contabilidad». Muchas como ella hacían estas tareas tediosas y mecánicas.
A Janet le dieron seis meses para aprender el trabajo. Lo dominó en muy poco tiempo. Hogarth escribió sobre el tema en su autobiografía. «Era increíblemente relajante sentarse en la tranquila habitación de arriba, sin nada más que hacer que ordenar los billetes según sus estampados como si fueran naipes. Aprender todo sobre las pequeñas marcas que tenían, apilarlos como castillos de cartas, agruparlos en grupos de sesenta y finalmente escribir sus números en libros hechos del mejor papel, como si la intención fuese que duraran para siempre».
Pero se iban dando pasos para la independencia económica de las mujeres y la consecución de sus derechos
En cuanto a estos derechos, las mujeres no podían mezclarse con los hombres en el trabajo.
En el siglo XIX era inconcebible que los hombres trabajaran junto a las chicas de la máquina de escribir, por temor a dañar su moral. Aunque no estaba claro cómo ocurriría ese daño, se creía que era mejor mantener separados a ambos sexos.
Los hombres y las mujeres tenían entradas distintas, diferentes horarios de trabajo y diferentes comedores, y a ellas a menudo se les ubicaba en áticos o en otros sitios retirados para que nadie pudiera verlas.
La autobiografía de Hogarth señala lo absurdo que era todo: «En las calles todo era seguro, pero en cuanto emplearon a alguien del sexo femenino en esta fortaleza prohibida empezaron a pronosticarse todos los horrores imaginables». Como eran un peligro, muchos empleadores tampoco las dejaban salir a comer. En la Oficina de Correos de Inglaterra no se les permitió un descanso a mediodía hasta el año 1911, y esto se consiguió después de un enfrentamiento importante con el director general.
Los hombres no estaban contentos; las mujeres eran competencia barata. En 1911 se publicó en el Liverpool Echo un artículo insultante y condescendiente:
En lugar de perder el tiempo con novelas de amor o hacer ganchillo cuando no están tecleando, estas intrépidas de la máquina de escribir deberían ocupar su tiempo libre fregando las oficinas y quitando el polvo, lo que sin duda es más adecuado para su sexo. Eso les daría un poco de práctica y visión del trabajo que les tocará hacer si logran casarse con uno de los empleados pobres cuya subsistencia están dificultando.
Con esta manera tan torpe de pensar, los hombres tampoco fueron capaces de vislumbrar que a medida que las mujeres comenzaron a hacer los trabajos tediosos, las posibilidades de que ellos promocionaran eran más altas.
¿Liberación o esclavitud?
Evidentemente, la máquina de escribir salió de la oficina. Se cree que fueron Mark Twain y Henry James los primeros escritores en comprar una máquina de escribir, pero no para utilizarla ellos mismos. Twain la compró en 1873. Él mismo dice que Las aventuras de Tom Sawyer (1976) fue quizá el primer libro escrito a máquina. James es más tardío: hacia 1897 tuvo problemas de salud y contrató a dactilógrafas.
Estos dos escritores se convirtieron en grandes dictadores: Mark Twain descubrió que dictar sus textos a una mujer mecanógrafa cambiaba el producto final, porque la presencia femenina le impedía incluir la cantidad de irreverencias que le habría gustado incluir. Y Theodora Bosanquet, la última secretaria de James, reveló detalles de las sesiones de dictado. Cuenta que él necesitaba el golpetear de las teclas como ruido de fondo, así que cuando cambió la Remington por la Oliver, mucho más silenciosa, se marchitó su inspiración. Porque el inconfundible golpeteo de las teclas, la campanita al final del carro y el deslizar del papel en el rodillo, se han instalado en zonas nostálgicas de muchos cerebros.
Todas estas mujeres que han escrito al dictado de los hombres han sido borradas de la historia. La situación de las mediadoras entre el pensamiento creador del hombre y el resultado en letra impresa permite explorar mitos sobre la genialidad, originalidad y autoría masculina. Reconocer a las mecanógrafas, incluso, en muchas ocasiones, con aportaciones propias, daría otro enfoque a las producciones impresas. Toda gran obra literaria del siglo XX ha sido mecanografiada por alguien, por dinero, por amor o por ambos. No es un asunto de moral, como decía Twain, es mucho más.
La máquina de escribir fue un invento revolucionario, con continuidad en lo digital, que marcó un antes y un después en la vida laboral de muchas mujeres, pero que, en algunos casos, las mantuvo pendientes del dictado del hombre con poder.
Referencias
- Margery W. Davies (1982). Woman’s Place Is at the Typewriter: Office Work and Office Workers, 1870-1930. Temple University Press
- André Ricardo do Nascimento (2012). Taquigrafonías. La máquina de escribir en el cambio del imaginario laboral femenino y como expresión sonora de la memoria colectiva. Arte y políticas de identidad 7, 77-92
- Lucy Kellaway (2013). The arrival of women in the office. BBC
Sobre la autora
Marta Bueno Saz es licenciada en Física y Graduada en Pedagogía por la Universidad de Salamanca. Actualmente investiga en el ámbito de las neurociencias.