La universidad fue “cosa de hombres” durante la caudalosa corriente de los siglos. Las mujeres quisimos unirnos a estos centros del conocimiento, pero llegamos a “casa ajena” y, en cierto modo, hostil a nuestra presencia.
Cuando resolvimos entrar, lo hicimos a modo de Caballos de Troya, coma la escritora Enheduanna: la primera persona en firmar su obra.
Los hombres, hasta hace muy poco tiempo, construyeron en exclusiva el mundo público occidental. Las mujeres han realizado un gran esfuerzo por participar de este mundo del saber y alta cultura pensado por y para el hombre. En este sentido, la incorporación de la mujer a las universidades españolas ha sido más lenta que en otros estados de Europa, donde ya a mediados del siglo XIX las mujeres adquirieron este derecho.
Durante el siglo XIX, las mujeres aprovecharon una especie de vacío legal en el que no se les prohibía de manera explícita la participación en este nivel formativo. Este es el caso de la ferrolana Concepción Arenal, que vive de primera mano las trabas de la sociedad para su acceso a la educación superior. Vestida con ropas de hombre para evitar cualquier problema, se matricula en 1841 en la titulación de Derecho de la Universidad de Madrid.
La sorprendente vida de María Elena Maseras
Hasta tres décadas después no comienza a haber mujeres entre el alumnado. Estas pioneras, las verdaderas Amelia Folch de la serie El Ministerio del Tiempo (TVE), no quedaban exentas del martirio administrativo de su antecesora.
La primera de todas ellas es María Elena Maseras Ribera. Fue la primera mujer en cursar una carrera sin necesidad de disfrazarse de hombre, tal y como había hecho Concepción Arenal tres décadas antes.
Maseras nació en Vilaseca (Tarragona) en 1853. Sus padres, un veterinario natural de Mont-roig del Camp y una profesora de educación primaria de Ulldecona, cambiaron muchas veces de domicilio por motivos laborales.
Una notable trayectoria académica
Ya desde su bachillerato en Arte, Maseras destacó por su rendimiento académico, tal y como recogen varios periódicos nacionales y regionales de la época (algunos, tan lejanos de su residencia como la Crónica de Badajoz o el Diario de Córdoba), prueba de su extraordinaria inteligencia.
Gracias al apoyo de su familia, la joven Elena quiso estudiar medicina en la Universidad de Barcelona. La Real Orden firmada por Amadeo I de Saboya el 2 de septiembre de 1871 permitió que las mujeres pudieran acceder a la educación superior, aunque no en las mismas condiciones que sus compañeros varones: se les permitió matricularse en régimen de enseñanza oficial, sin poder asistir a las aulas.
Pese a que en aquel momento la Universidad era un espacio exclusivo destinado a una minoría social, los hombres ricos, la mayoría de los alumnos y catedráticos le brindaron una buena acogida. El doctor Joan Giné i Partagàs defendió la llegada de mujeres a la medicina; hablaba abiertamente de esta necesidad de permitir a las mujeres acceder a estos estudios superiores.
Otro académico, el catedrático de Terapéutica Narcís Carbón, forzó en 1875 su presencia en el aula al hacer indispensable la asistencia a clase para presentarse a los exámenes. Esto, según la revista El Siglo Médico provocó que “… los escolares allí reunidos, al ver a su condiscípula, (…) saludaron con una salva de aplausos”. Gracias a este apoyo, Elena pudo asistir a las aulas, aunque sentada al lado del profesor y no junto al resto de compañeros, entre los que se encontraba su hermano.
Licenciada, pero sin poder ejercer
En 1878, seis años después de matricularse, terminó la carrera de Medicina con una calificaciones extraordinarias, pero sin estar autorizada para poder ejercer. Pese a sus reiteradas solicitudes, nunca pudo obtener el certificado para ejercer la profesión de medicina. Durante ese periodo, Elena realizó los estudios de Magisterio, obteniendo los títulos de maestra elemental y maestra superior.
La enseñanza sería finalmente su empleo, tras aprobar unas oposiciones, durante el resto de su vida. Primero en Vilanova i la Geltrú, y luego en Maó (Menorca), donde sería la profesora de la primera escuela pública de niñas de la localidad. Su capacidad intelectual permitió que compaginase su trabajo con la escritura para un periódico republicano y demócrata llamado El Pueblo. Sus artículos cubrían temas de salud, cultura y ocio, enfatizando la importancia de la higiene para la salud, como en su día defendió Florence Nightingale. En 1905, a los 52 años, murió a causa de una patología cardíaca.
Un paso atrás
Como resultado de todas las trabas legales que sufrieron las mujeres de aquella época, entre 1882 y 1910 únicamente 36 mujeres finalizaron licenciaturas universitarias en España y sólo ocho consiguieron obtener el título de Doctoras.
En España, solo después del año 1910, y gracias a la labor fundamental de Emilia Pardo Bazán como Consejera de Instrucción Pública, se legaliza el libre acceso de las mujeres a la universidad. Se reconoció además por fin la habilitación para el ejercicio profesional, aunque, una vez más, bajo condiciones especiales.
En este sentido, Elena Maseras fue una pieza clave en la consecución de este derecho. Hoy existen en su memoria un parque en Barcelona, calles en Salou y Valladolid, un centro de conocimiento cultural e histórico (el Centre d’Estudis Vila-secans Maria Elena Maseras) y un premio de igualdad en la Universitat Rovira i Virgili.
Una nueva autoridad epistémica
La incorporación masiva de la mujer a la universidad es el factor más importante para explicar el gran crecimiento de la economía española en la segunda parte del siglo XX, aspecto que ha sido poco reconocido en nuestra sociedad. A día de hoy, las mujeres ocupan más de la mitad del alumnado del país, y además son ellas las que obtienen mejores resultados.
Nuestra historia se construye a través del esfuerzo incansable de mujeres, cuyas luchas y sacrificios individuales han permitido superar los obstáculos para las generaciones futuras. Uno de estos grandes desafíos fue el acceso a la universidad. Hoy hemos conseguido transformar los números –más universitarias–, iniciar la transformación de las organizaciones –aunque aún pervive cierta división sexual del trabajo en la academia–, y ya solo nos queda transformar las mentes y las culturas para continuar erosionando las desigualdades entre mujeres y hombres propias del orden político patriarcal.
En la redacción de este artículo ha participado la politóloga María García Maseda.
Sobre la autora
Águeda Gómez Suárez, Área de Sociología Departamento de Sociología, Ciencia Política y de la Administración y Filosofía, Universidade de Vigo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.