Isabelle Rapin, la neuropediatra que libró a las madres de la culpa del autismo

Vidas científicas

Isabelle Rapin.

Isabelle Rapin fue una neuropediatra que se especializó en el estudio del trastorno del espectro autista, del que consiguió derribar muchos mitos y contribuyó a que se considerase un problema biológico y no una consecuencia del comportamiento de los progenitores, y en concreto, de las madres.

Porque durante mucho tiempo se consideró que el autismo podía ser una respuesta a madres excesivamente frías y distantes, lo que ponía en ellas toda la culpa. Rapin contribuyó a demostrar que no es así. También ayudó a cambiar el nombre de autismo por el de trastorno del espectro autista, señalando así que no es una enfermedad con una sola causa, sino un conjunto de síntomas que pueden provenir de decenas de causas diferentes.

Antes de todo eso, Rapin nació en Suiza en 1927. Hija de madre americana y padre suizo, desde pequeña era una ávida lectora. Rodeada por una familia de científicos, antes de cumplir los diez años ya había decidido que la medicina sería su campo. Estudió en la Universidad de Lausana, en un aula donde, de cien estudiantes, solo una docena eran mujeres. Tras hacer prácticas en un par de hospitales infantiles, se decidió por la neuropediatría.

Al terminar sus estudios, y considerando escasas las oportunidades de trabajo en Suiza, en 1953 decidió emigrar a Estados Unidos, el país natal de su madre. Fue interna de pediatría en el Hospital Bellevue de Nueva York, e hizo la residencia de neurología en el Instituto Neurológico del Hospital Columbia-Presbyterian. En 1958 entró en el College Albert Einstein de Medicina, donde investigó, enseñó y atendió a pacientes durante toda su vida, hasta que se retiró en 2012.

También en 1958 conoció al que después sería su marido, Harold Oaklander. De la relación entre ellos, Rapin dijo que: «Sin su apoyo generoso y constante, y su voluntad para compartir todas las tareas de la casa y de la crianza de los niños (excepto la del mantenimiento del coche, que era suya, y la de la costura, que era mía), nunca habría brillado en el campo de la neurología infantil como lo hice».

Y lo hizo comenzando por lo más básico: los problemas de comunicación que sufrían algunos niños, de dónde provenían y qué se podía hacer para mejorarlos y, con ello, mejorar su calidad de vida presente y futura. Durante décadas trabajó con niños sordos, para los que los problemas comunicativos suponían un obstáculo difícil de salvar en la edad escolar, determinando sus posibilidades laborales, económicas y sociales de por vida.

Isabelle Rapin recibiendo un premio honorario
(Albert Einstein College of Medicine).

Analizó también cómo algunos desórdenes neurológicos y metabólicos daban pie a retrasos cognitivos y del desarrollo en algunos niños. En una breve autobiografía que escribió en 2001, Rapin señalaba un momento clave en su trabajo. «Tras evaluar a cientos de niños autistas, estaba convencida de que el hecho de que un tercio de los padres de niños de preescolar autistas informe muy tempranamente de un retraso en el lenguaje y en el comportamiento era una información real y que merecía una investigación biológica».

Con ello, ayudó a asentar la idea de que el trastorno autista es neurobiológico y no una respuesta psicológica, descargando la responsabilidad de los padres. Ayudó a asentar las bases de un diagnóstico clínico y a implementar un tratamiento conductual que mejorase el pronóstico y la calidad de vida de esos niños, también durante su vida adulta. Según Rapin, la efectividad de la medicación, más allá de tratar síntomas concretos como las convulsiones, tenía una utilidad limitada, pero un tratamiento conductual podía ser más útil, especialmente si se comenzaba a aplicar en fases tempranas.

Tras su fallecimiento el pasado 2017, el College Albert Einstein de Medicina publicaba en su web un emotivo homenaje a Rapin en el que hacía un repaso de su carrera. En él señalaba que la neuropediatra se enorgullecía mucho de haber trabajado con científicos fundamentales para buscar las claves ocultas bajo los trastornos neurológicos que llevaba casi 60 años estudiando y diagnosticando. «También atesoraba su trabajo clínico con los pacientes y sus familias, atendiéndoles, aprendiendo de ellos y ofreciéndoles su consejo para manejar cuestiones que a veces duraban toda la vida del paciente».

Pero la gran obra de su carrera fue la docencia. «Como miembro de la facultad desde 1958 y hasta su retiro oficial en 2012 (aunque continuó con sus intereses académicos y otras actividades docentes) fue mentora de incontables colegas, residentes y estudiantes en la Facultad de Medicina y fuera de ella».

Referencias

Sobre la autora

Rocío Pérez Benavente (@galatea128) es periodista.

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