En Los Álamos, en 1944, alrededor del 30 % de la fuerza laboral en el área tecnológica, la escuela y el hospital eran mujeres. Aproximadamente cincuenta eran técnicas, más de un centenar eran enfermeras, profesoras, secretarias o administrativas. Unas veinte mujeres eran científicas del proyecto. Entre éstas se encontraban físicas, químicas, matemáticas y biólogas.
Muchas, fieles a la época, antes que trabajadoras eran madres y esposas. Sobrevolaba sobre ellas una preocupación importante: ¿podrían llevar su casa con un puesto en el proyecto? ¿Se vería afectada su vida familiar? ¿Descuidarían a sus maridos? ¿Se convertirían sus hijos en delincuentes? ¿Sería más difícil en los Álamos que en otro lugar del mundo?
Para las trabajadoras se puso en marcha un sistema para determinar qué mujeres necesitaban empleadas en sus hogares. Más adelante la situación cambió a medida que más mujeres exigieron ayuda en casa; la Oficina de Vivienda llevó a cabo un sistema de prioridades. La enfermedad y el embarazo iban por delante de otras causas, seguidas por las esposas que trabajaban a tiempo completo, las esposas con hijos que trabajaban a tiempo parcial, las que tenían hijos y que no trabajaban, las que trabajaban a tiempo parcial sin hijos y, por último, las esposas sin hijos que no trabajaban.
Sin embargo, lo que se esperaba de todas era que administraran la casa. De cualquier modo, aunque las expectativas de las mujeres eran las mismas dentro y fuera de Los Álamos, los límites a veces tenían aspectos positivos. Ir de compras, por ejemplo, era menos complicado. Sólo había una tienda para todo; si no había pollo, no se podía ir a otro sitio a buscarlo; esa noche se cenaba cerdo o ternera. Si la lavandería no aceptaba ropa una semana, había que ser menos exigente o se lavaba en casa por la noche. Si no quedaba gasolina en el tanque local para llenar el depósito pues se iba caminando al trabajo. Todo estaba cerca. Si lo que necesitabas sólo podías conseguirlo en Santa Fe, la ciudad más cercana, le pedías a un amigo que te lo consiguiera o esperabas a tener tu día libre. Este era el entorno de Charlotte Serber (1911-1967), la bibliotecaria de Los Álamos. A ella sí le aprobaron la solicitud para tener una empleada en casa.
Una ciudad en medio de la nada
Para ocultar el proyecto de la bomba nuclear que se estaba llevando a cabo allí, las personas que vivían en Los Álamos tuvieron que ser muy prudentes con cada uno de sus movimientos. El silencio en Los Álamos era esencial para los avances científicos. Una mujer, Adrienne Lowry, se enteró de que su marido Joseph Kennedy había descubierto el plutonio cuando estaba catalogando sus libros y seguía viendo el acrónimo PU. Le preguntó a Joseph al respecto y él le confesó que PU significaba plutonio y que era un elemento que él había ayudado a identificar unos años antes.
Aunque Los Álamos no era el único emplazamiento del Proyecto Manhattan (existían otros en Tennessee y Washington), allí tenía lugar el diseño final de la bomba atómica y esto exigía precauciones especiales.
La biblioteca ultrasecreta
Una de las características más significativas del complejo aparato de seguridad fue la biblioteca científica, un espacio prácticamente desconocido que, durante la década de 1940, albergaba los secretos de la bomba atómica. Esta instalación estaba ubicada junto al enorme laboratorio de Los Álamos, que Lisa Bier en Atomic Wives and the Secret Library at Los Alamos describió como que emanaba un «aura de prisa utilitaria» con sus pasillos sin pavimentar y sus puertas de alambre de púas vigiladas por guardias. Las fotografías que se conservan muestran un pequeño espacio lleno de libros, estanterías, archivadores y una máquina Ditto (una de las primeras máquinas copiadoras). Como se esperaba demoler la biblioteca después de la guerra, todo se construyó con madera barata y de forma provisional.
La biblioteca tenía dos secciones: el área principal y la sala de documentos, una bóveda cerrada que contenía informes y diseños procedentes de Los Álamos y de otros lugares del Proyecto Manhattan. El personal femenino de la biblioteca (una combinación de esposas y miembros del Cuerpo Auxiliar de Mujeres del Ejército, WAAC) tenía que catalogar, ubicar y distribuir miles de libros y manuscritos en cuestión de meses.
Este ritmo trepidante hizo que el trabajo fuera tan intenso que, cuando a una auxiliar del WAAC le ofrecieron un trabajo en la biblioteca, echó un vistazo a la enorme pila de informes técnicos de compañías químicas, amontonados «como un tipi», que tendría que clasificar. Según Bier, «esta mujer evitó la condena insistiendo en que quería conducir camiones y lo consiguió».
Charlotte Serber
Sin embargo, aunque el trabajo en la biblioteca era muy exigente y poco motivador, el menos envidiado era el de su bibliotecaria principal: Charlotte Serber, graduada en la Universidad de Pensilvania, estadística y periodista independiente, fue elegida en 1942 por J. Robert Oppenheimer para el mando del proyecto, en parte por su falta de experiencia bibliotecaria. El profesor quería a alguien que estuviera dispuesto a romper las reglas de la catalogación, que no fuera rígido y que tuviera ingenio.
Su nombramiento fue una victoria para las mujeres. Aunque las mujeres fueron parte integral del éxito del Proyecto Manhattan (científicas como Leona Woods y Mary Lucy Miller, entre otras, con aportaciones centrales en la creación de la bomba), ninguna ocupó puestos de liderazgo. En este sentido, Serber estaba sola. Como directora de la biblioteca científica, se convirtió en la guardiana de facto de los secretos del Proyecto Manhattan, una posición que la puso en el punto de mira de exhaustivas investigaciones por parte del FBI y que casi termina con su expulsión del proyecto.
Era un poco sospechoso que estuviera al frente de una biblioteca sin experiencia en ese trabajo y que tuviera la responsabilidad de dirigir una instalación ultrasecreta. Era raro que se le pidiera a una mujer que diseñara protocolos de seguridad para garantizar que los mayores secretos del ejército estadounidense permanecieran ocultos y era más raro aún que se le ordenara importar miles de documentos a un sitio en medio de la nada. Todo en un lapso de tiempo cada vez más pequeño a medida que se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial.
Por cierto, ¿cómo lo hacía? Según ella: trabajando más de 75 horas semanales.
Tras aceptar el puesto, Serber estudió por su cuenta los dos sistemas de clasificación de libros más utilizados en ese momento: el de la Biblioteca del Congreso y el Dewey, y se puso en contacto con la secretaria de Oppenheimer para desarrollar un sistema de pase para acceder a la bóveda de seguridad de la biblioteca, solicitando a cada científico que presentara una «carta mecanografiada» con la firma de Oppenheimer en lugar de una placa.
Con el objetivo de informar a todo el personal investigador sobre cualquier nuevo avance en los laboratorios, Serber y el personal de la biblioteca tuvieron que familiarizarse con ciencia «recién salida del horno», compleja y en una jerga muy especializada, para poder registrar y distribuir noticias con precisión en todo el laboratorio.
Los despistes suponían un riesgo alto: Serber también luchó contra la apatía hacia el protocolo de seguridad en su biblioteca. Con una dejadez obvia, los científicos a veces olvidaban documentos técnicos ultrasecretos encima de la mesa, sin guardar, durante la noche, donde alguien sin autorización podría acceder a ellos fácilmente. Así que Serber fue pionera en las «guardias nocturnas de la biblioteca». A los científicos que no guardaban los documentos se les sancionaba con pagar una tarifa para recuperarlos o se les obligaba a convertirse en inspectores nocturnos para el siguiente turno.
Charlotte era muy estricta y nadie se libraba de la sanción; sólo una vez un científico evitó su ira por no haber guardado bajo llave un documento clasificado: «argumentó que, dado que el informe era completamente erróneo, entregárselo al enemigo habría sido un servicio al esfuerzo bélico».
El correo en Los Álamos
La biblioteca también tenía asignada la labor de gestionar el correo. Todo lo que se enviaba allí llegaba a un único apartado postal en Santa Fe, y una de las esposas, junto con un guardia, hacía la peregrinación dos veces al día para recoger el contenido. Por razones de seguridad, Serber exigió que la mujer encargada mantuviera la bolsa de correo bajo llave en su brazo. Serber tenía la única llave de esa bolsa.
Pero el mayor desafío de Serber fue conseguir miles de libros de consulta, revistas y manuales para una ciudad que se supone que no existe, sin levantar sospechas. Para ello, el personal de biblioteca de Los Álamos pidió cerca de 1200 libros y catálogos completos de 50 revistas a través de un programa de préstamo interbibliotecario con la Universidad de California en Berkeley, donde Oppenheimer había trabajado anteriormente. Los libros se enviaron primero a través de una dirección de reenvío en Los Ángeles, donde llamarían menos la atención. A partir de ahí, los más de mil aterrizaron en un sólo apartado de correos en Santa Fe.
Serber también solicitó pedidos a la biblioteca local: en un boletín de julio de 1945, el personal de la biblioteca de Santa Fe, informó haber enviado «entre 3500 y 4000 revistas, 500 libros para adultos y 100 libros para niños» a Los Álamos.
Los documentos más secretos no se enviaban por correo: un mensajero que llevaba varias maletas negras los transportaba a Los Álamos. Pero cuando comenzó este sistema de correo sensible la bóveda de la biblioteca no estaba terminada y Serber tuvo que guardarlos en una caja fuerte muy vieja que funcionaba tan mal que sólo se abría si Charlotte le daba una patada en un punto determinado mientras introducía la combinación en la cerradura.
La creación de un bulo
Los residentes de Santa Fe empezaban a hacerse preguntas sobre lo que se hacía en Los Álamos, al que se referían siempre como «The Hill», «La colina». Eran muy corrientes los rumores y las bromas. Como la gente de Los Álamos era tan prudente en sus viajes a Santa Fe, en la ciudad se comenzó a especular sobre lo que pasaba allí. El chiste favorito era que se fabricaban limpiaparabrisas para submarinos. A medida que pasaba el tiempo, los rumores se volvieron más surrealistas. Al director de Los Álamos le preocupaba que eventualmente las conjeturas pudieran volverse más precisas, por lo que se ideó un plan para difundir un rumor propio que estuviera cerca de la verdad para que la verdad real permaneciera oculta.
Charlotte Serber se convirtió en parte de la trama; Oppenheimer la llamó un día a su oficina junto con un colega, el físico John Manley. Se les pidió que fueran a Santa Fe y difundieran un nuevo rumor. «Tenía que hablar de los científicos», dijo Serber, «del supuesto megasecreto y de los estruendos que los habitantes escuchaban por las mañanas». Entonces Oppenheimer les dijo a los dos que contaran que trabajaban en un proyecto que estaba fabricando un cohete eléctrico. Las instrucciones de Oppenheimer sobre cómo crear la falsa noticia eran explícitas. Les dijo a los dos que fueran a Santa Fe varias veces hasta que intimaran con la gente de allí: «Hablad. Hablad como si hubierais bebido demasiado. Decid una serie de cosas sobre nosotros que parezca que no queríais decir. Por último, y no me importa cómo lo consigáis, decid que estamos construyendo ese cohete. Insistid en que esta misión no la tiene que saber nadie. Si se extiende, la inteligencia militar llegará a Santa Fe. No obstante, estaréis protegido si os metéis en problemas, pero por el momento, crear esta noticia falsa es cosa entre vosotros y yo».
Charlotte estaba un poco preocupada por esta misión tan especial y, al final, se lo contó a su marido. Como los dos formaban parte del proyecto no tenían la obligación de guardar secretos entre ellos, obligación que se exigía a otros científicos para con sus esposas. Se lo contó porque no estaba segura de poder explicarle sus numerosos viajes a Santa Fe con Manley. Oppenheimer estuvo de acuerdo en que Manley y Serber incluyeran a sus cónyuges en el plan. Los cuatro se aventuraron varias veces al pueblo, pero no encontraron interés en los residentes. Fueron a buenos restaurantes y a bares más modestos, pero nadie parecía interesado en sus historias de la vida en Los Álamos. En una ocasión, Charlotte bailó con un lugareño al que sólo le importaba eso, bailar con ella una vez más. No le interesaba mucho a nadie lo que se hacía en «The Hill» y las dos parejas llegaron a la conclusión de que eran un «miserable fracaso en el contraespionaje». Regresaron a casa para seguir trabajando en una bomba atómica.
Los Serber eran gente de fiar
El marido de Charlotte Serber, Robert, era físico en el proyecto y protegido de Oppenheimer. En 1942, antes de que comenzara el proyecto de Los Álamos, los Serber vivían al lado de la casa de Oppenheimer en Berkeley. La confianza de éste en los Serber era inmensa, pero su amistad no fue suficiente para que a Charlotte la dejaran tranquila. El 16 de octubre de 1943, el equipo de seguridad del ejército estadounidense recomendó que se despidiera a los Serber, ya que estaban «completamente influenciados por creencias comunistas y se relacionaban con radicales bien conocidos».
El FBI guardaba archivos sobre ellos, específicamente sobre Charlotte, e incluso intervino los teléfonos de la pareja. El hecho de que ambos desempeñaran papeles tan fundamentales en el proyecto probablemente los expuso a un mayor escrutinio: después de todo, Robert fue uno de los principales desarrolladores de la bomba, mientras que Charlotte era la guardiana de sus secretos. El FBI consultó a una fuente cercana a Charlotte para obtener información sobre sus inclinaciones políticas. Su expediente registró que tanto ella como su marido eran pacifistas al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, pero luego dieron un giro y se unieron al Comité para la Defensa de Estados Unidos Ayudando a los Aliados en la primavera de 1942. Antes de eso, los dos se inclinaban hacia la izquierda, aunque Charlotte era mucho más activa políticamente que su marido. Durante la Guerra Civil Española, dedicó gran parte de su energía a recaudar fondos para el movimiento antifascista. Y en Urbana, Illinois, se convirtió en la encargada de publicidad de la Liga de Mujeres Votantes, según su expediente del FBI.
Después de algunas investigaciones más, el FBI concluyó que, especialmente Charlotte, tenía un historial de relaciones con «un grupo de profesores más jóvenes y sus esposas, todos ellos reputados liberales extremos y etiquetados como comunistas». Además, tanto Robert como Charlotte procedían de familias liberales de inmigrantes rusos. El padre de Charlotte era un notorio izquierdista y mantenía su casa «como un espacio político y artístico». Según American Prometheus, «Charlotte heredó su ideología directamente de su radical padre» y se convirtió en una «ferviente activista» por las causas liberales en la década de 1930. La educación de Robert también generó inquietudes: su madrastra fue miembro del Partido Comunista durante una etapa de su vida.
Pero lo que provocó la casi exclusión de la pareja del Proyecto Manhattan fue el testimonio del propio Oppenheimer. Según el archivo del FBI, cuando el equipo de seguridad preguntó a Oppenheimer los nombres de posibles comunistas en Los Álamos, éste mencionó a Charlotte y dudó de Robert. Sin embargo, probablemente habló bien de la lealtad de los Serber, afirmando que habían prometido dejar sus actividades izquierdistas por el bien de la misión.
Un excelente trabajo y, a cambio, un escaso reconocimiento
A pesar de la investigación del FBI sobre su vida personal, el trabajo de Charlotte continuó. Su biblioteca pronto funcionó no sólo como una fuente de información y un escondite para los secretos de la bomba, sino también como un punto de reunión social. Los Álamos tenía muy pocos espacios comunes y para muchos residentes, especialmente para las esposas, la biblioteca se convirtió en un lugar para ponerse al día, intercambiar preocupaciones y pasar algunos ratos distendidos.
Cuando la carrera para fabricar la bomba alcanzó su punto álgido, la biblioteca científica resultó fundamental. A través de Serber, los científicos podían acceder y compartir información confidencial a un ritmo rápido. Oppenheimer reconoció el trabajo de Charlotte Serber en la biblioteca científica de Los Álamos: «nunca he tenido una queja sobre cómo se administraban la biblioteca o la sala de documentos». También elogió su «sorprendente éxito en controlar y contabilizar la masa de información clasificada, donde un solo desliz podría haber puesto en peligro la finalización exitosa de nuestro trabajo».
Aun así, cuando se probó la bomba nuclear en Trinity Site en julio de 1945, Charlotte Serber fue la única líder de grupo a la que no se invitó. No se le permitió ver la prueba; Oppenheimer afirmó que no era conveniente que Charlotte acudiera porque Trinity Site no tenía las «instalaciones» adecuadas para las mujeres, ¡no había baños de señoras!
La vida de los Serber tras el lanzamiento de la bomba
Después de que el Proyecto Manhattan finalizara, los Serber regresaron a Berkeley, donde Robert comenzó a dar clases. Las acusaciones de comunismo y deslealtad continuaron persiguiendo al matrimonio, especialmente en los albores de la Guerra Fría. El propio Oppenheimer tuvo que desmentir rumores similares, en gran parte porque su esposa en algún momento se había unido al Partido Comunista; en 1954, a pesar de haber jurado lealtad a Estados Unidos, le fue revocada su autorización de seguridad.
Charlotte Serber también tuvo dificultades para conseguir otro puesto de bibliotecaria de alto perfil. Su solicitud para trabajar en el Laboratorio de Radiación de Berkeley fue rechazada por sus antecedentes políticos. En 1951, los Serber se mudaron a Nueva York y Charlotte cambió de rumbo para convertirse en asistente de producción en el Teatro Broadway. Murió 16 años después. Se quitó la vida atenazada por una depresión a raíz de su diagnóstico de la enfermedad de Parkinson.
Aunque a lo largo de su vida Robert Serber mantuvo su apoyo al uso de la bomba nuclear, no sabemos cómo se sintió Charlotte con su colaboración en un arma que mató a tantas personas. Como dijo Oppenheimer: «la biblioteca secreta que dirigió había sido fundamental, para bien o para mal».
Referencias
- Bier, Lisa (1999). Atomic Wives and the Secret Library at Los Alamos. American Libraries 30:11 54–56
- Howes, Ruth H. y Caroline L. Herzenberg (2003). Their Day in the Sun: Women of the Manhattan Project. Temple University Press
- Sheinkin, Steve (2012). Bomb: The Race to Build-and Steal-the World’s Most Dangerous Weapon. Henry Holt & Co.
- Wilson, Jane y Charlotte Serber (1988). Standing by and Making Do: Women of Wartime Los Alamos. Los Alamos Historical Society
- Yellin, Emily (2010). Our Mothers’ War: American Women at Home and at the Front During World War II. Free Press
Sobre la autora
Marta Bueno Saz es licenciada en Física y Graduada en Pedagogía por la Universidad de Salamanca. Actualmente investiga en el ámbito de las neurociencias.