Gertrude Lilian Elles: la lectora de las piedras

Vidas científicas

Gertrude Elles. Cambridge University.

Una joven del siglo XIX, de la Inglaterra victoriana, que vestía divertidos sombreros y tenía un humor especial, se sintió fascinada por unas extrañas marcas que veía grabadas en las rocas y que no eran otra cosa que fósiles de unos seres que habitaron los mares hace más de 400 millones de años. Fue Gertrude Lilian Elles, un nombre que, como esos seres primitivos y hoy extintos, quedó marcado para siempre en la historia de la geología mundial.

Gertrude y su compañera Ethel Shakespear (de soltera Wood) escribieron juntas una monografía sobre los graptolitos británicos que fue una referencia durante décadas; aún lo es hoy. Fue, además, la primera mujer profesora en la prestigiosa Universidad de Cambridge, abriendo el camino a las que vinieron después. Nacida en una época en la que ser científica casi era un anatema, esta paleontóloga rompió infinidad de barreras de género, a las que tuvo que enfrentarse durante décadas.

Pero vayamos al inicio de su intensa vida. Gertrude nació en 1872 en Wimblendon (Inglaterra), donde su familia tenía una gran mansión. Su padre había hecho fortuna importando té de China, aunque siendo ella niña acabó arruinado por el desfalco de un socio. Se sabe que todos los veranos la familia viajaba al norte, a la montaña escocesa de Ben Lawers, que se convertiría en uno de sus lugares favoritos durante toda la vida. Quizá empezó allí su pasión por las piedras…

Una joven popular

Gertrude estudió secundaria en la Wimblendon High School, donde era muy popular entre sus compañeras. El centro introdujo en 1887, cuando contaba 15 años, las clases de geología, así que con sus compañeras y su profesora comenzó a salir al campo pertrechada de cincel y martillo para recoger fósiles y minerales, o a museos de historia natural. Le entusiasmaba pasar horas identificando y clasificando el material conseguido, aprender a interpretar lo que contaba del pasado aquello que tenía entre las manos. Antes de dejar el instituto, ya había recibido varios reconocimientos públicos por su labor científica. Ese empeño le supuso que al terminar esos estudios, ya tenía varias becas a elegir, de las que optó por ir a la Universidad de Cambridge, en el Newnham College, creado para mujeres en 1871.

Allí, a sus 19 años, quiso la fortuna que coincidiera con otras tres mujeres –una de ellas Ethel Wood– tan interesadas en los fósiles como lo estaba ella. De hecho, eran conocidas como «el cuarteto de las paleontólogas». Tenía 23 años cuando Gertrude obtuvo con honores su grado universitario, aunque en aquel 1895 su universidad se negó a darle el título por ser mujer. Tuvo que esperar diez largos años para que, finalmente en Dublín, se le reconociera. Pese a ello, la joven científica continuó en Newnham y comenzó a colaborar con el equipo que investigaba las rocas del Paleozoico, cuando hubo una gran explosión de vida marina. En esos primeros años en Cambridge también consiguió una beca para ir a Suecia conocer la geología de ese país.

Tras su estancia en el extranjero, de la que poco se sabe, regresó a Cambridge para comenzar a investigar en 1901, junto con Ethel, y bajo la dirección del geólogo Charles Lapworth, investigando graptolitos británicos. Junto a Ethel, Gertrude invertiría casi diez años de trabajo hasta finalizar la Monografía de los graptolitos británicos, esa obra que aún se utiliza como referencia científica cuando se trata de hablar de aquellos seres marinos diminutos que desaparecieron por un cambio climático global que modificó las corrientes oceánicas, allá por el Pérmico. En 1919 recibió por ese trabajo la prestigiosa Medalla Murchison de las ciencias geológicas.

Y no sería la única de sus grandes aportaciones, pues pocos años después, en 1922, publicó otra investigación de gran impacto sobre sus patrones evolutivos. También haría trabajos fundamentales sobre estratigrafía del Paleozoico, que fueron de gran ayuda para muchos otros paleontólogos. De hecho, se la recuerda porque siempre estaba dispuesta a ayudar a sus colegas.

El trabajo de campo, fundamental

A Gertrude le encantaba el trabajo de campo. Durante muchos años no lo tuvo fácil, pues no estaba bien visto que una mujer viajara sola –nunca se casó–, pero a medida que se extendió el ferrocarril las cosas mejoraron en ese sentido. Sus familiares recordaban bien aquellos paseos en los que les iba contando el por qué unas flores preferían unos suelos u otros, o el por qué de esa roca en ese lugar.

Gertrude Elles (1913). The Geological Society.

En 1925, la nombraron subdirectora de Newnham College, cargo que ocupó hasta 1936. También en 1926 se convertiría en la primera mujer en dar clases en la Universidad de Cambridge, convirtiéndose en un modelo a seguir por muchas de sus alumnas. Sin embargo, hasta una década después no se le reconoció como profesora adjunta, cuando ya tenía 64 años y muchos pensaban que se iba a jubilar. De nuevo, se enfrentaba al machismo institucional, que vetaba el posicionamiento de mujeres científicas con gran reconocimiento. De hecho, hasta 1948, ya con 77 años, no pudo obtener su doctorado, evento al que acudió con su sobrina nieta.

Gertie, como la llamaban cariñosamente a sus espaldas, fue también miembro destacada del Sedgwick Club, la sociedad de alumnos de geología de Cambridge. Como en tantos otros lugares entonces, cuando llegó era solo para hombres, pero poco a poco se hizo un lugar preeminente y fue introduciendo a muchas otras mujeres. Durante toda su vida, continúo yendo al club para dar conferencias o para «aprender de otros», como decía. La última vez que habló en ese lugar fue en 1951, ya siendo muy mayor, pero plenamente lúcida. Además, se destacó como activa socia de la Federación Británica de Mujeres Universitarias y presidió la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. Valoraba mucho la red femenina, lo que ahora se llama sororidad, apoyando siempre esa presencia y generando escuela entre las jóvenes.

A su reputación como geóloga y profesora, hay que añadir la tremenda popularidad de la que gozaba por su talento para los deportes y los juegos, su pasión por la música, su carácter franco y su capacidad de conversar de temas tan dispares como las aves, los viajes polares o la gaita escocesa. Su curiosidad no tenía límites.

Tras jubilarse, en 1938, siguió viviendo en la misma ciudad, primero en el edificio del propio Club Segdwick y luego en una casa en la que alquilaba habitaciones a estudiantes. En su vejez, ya muy sorda, quienes convivieron con ella recuerdan que seguía siendo muy activa para su edad, tanto de mente como de cuerpo. Cuentan que tenía las estanterías llenas de libros con las aventuras antárticas de Shackleton y Scott, a los que pudo haber conocido; y su mesa, llena de piedras y muestras que la enviaban de todo el mundo para conocer su opinión, aunque también había algunas piezas de colecciones que se olvidaba devolver en el caos que era su despacho.

Cada año seguía viajando a Escocia, hasta que en 1960, en una de sus estancias allí, falleció, no lejos de las montañas que siempre tuvo cerca.

Referencias

Sobre la autora

Rosa M. Tristán es periodista especializada en la divulgación científica y ambiental desde hace más de 20 años. Colabora de forma habitual en diferentes medios de prensa y radio de difusión nacional.

1 comentario

  • Excelente artículo.Mujeres próceres a las que no se les había hecho justicia.

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