La evolución humana tradicionalmente se ha interpretado en torno a la figura de hombres aguerridos y belicosos que, «garrote en mano», estaban dispuestos a enfrentarse violentamente con quienes consideraban enemigos, venciendo y exterminando a todo aquel que consideraran distinto. Era la expresión de su instinto de supervivencia.
Siguiendo esta senda se concibió un paradigma clásico según el cual Homo sapiens, al salir de África y dispersarse por el resto del mundo, habría reemplazado a todos los grupos de homininos arcaicos con los que se encontró, sin apenas relacionarse con ellos.
Los datos actuales procedentes de las numerosas disciplinas que conforman la paleoantropología –prehistoria, arqueología, biología molecular o antropología, entre otras– no avalan, sin embargo, comportamientos de este tipo. Más bien al contrario. Una parte creciente de la comunidad de especialistas sugiere hoy, que nuestros antepasados podrían haber sido considerablemente más pacíficos.
Desde hace un par de décadas, el proceso evolutivo humano se encuentra inmerso en un profundo cambio de paradigma debido a la necesidad de incluir novedosos y, en muchos casos, sorprendentes resultados obtenidos recientemente. Los esfuerzos de diversos equipos de investigación, algunos dirigidos por destacadas científicas, están generando una visión de nuestra prehistoria donde los estereotipos violentos y sexistas, que han sesgado y lastrado los modelos hasta hace poco asumidos, se consideran anacrónicos y de escasa credibilidad.
En esta entrada, pretendemos sintetizar parte de las reflexiones más recientes que están alimentando debates sumamente enriquecedores, en los cuales, insistimos, las mujeres científicas juegan un papel cada vez más protagonista.
Para empezar, nos parece de interés traer a colación la tesis en torno a la violencia sostenida por la acreditada prehistoriadora francesa, directora de investigaciones en el CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique), Marylène Patou-Mathis. Esta experta sostiene que, hasta hace no muchos años, los eruditos vincularon el supuesto aspecto físico y el comportamiento de los humanos antiguos con seres teóricamente agresivos, al mismo tiempo que otorgaban a las diversas herramientas halladas nombres con connotaciones belicosas: mazas, garrotes, lanzas, armas de mano, etc., sin haberse siquiera realizado un análisis específico sobre sus posibles usos.
Esta visión de un pasado violento, alega la autora, alcanzaría enorme popularidad en la imaginación de especialistas y de la gente u opinión pública en general. Se trata de interpretaciones de un registro fósil regado de muertes en combates, enfrentamientos y brutalidad, siendo tan aceptado ese relato que aún hoy sigue arraigado en algunos modelos interpretativos de nuestros orígenes. Hay quienes intentan «mantener presentes los conflictos en todas las situaciones, dando por indiscutible que la fuerza física y la violencia han sido inexorables», denuncia Marylene Patou-Mathis.
La científica, sin embargo, nos recuerda que hasta el momento el registro arqueológico no ha proporcionado ejemplos concluyentes sobre la violencia en los homininos durante el Paleolítico. Por el contrario, los vestigios arqueológicos más bien llevan a pensar que la agresividad entre grupos o clanes distintos cuando se encontraban sería muy poco frecuente. En esta línea, Marylene Patou-Mathis, junto a otras y otros especialistas, sostiene que la compasión y la empatía fueron con gran probabilidad los verdaderos motores que nos hicieron humanos. Posiblemente, el argumento convencional provenga de confundir defensas bajo condiciones amenazantes con violencia genuina o gratuita.
Una novedosa disciplina, la paleogenética, irrumpe en el debate
Los estudios más novedosos procedentes de la paleogenética, que permite analizar material genético obtenido a partir de fósiles antiguos, están ahondando la brecha que resquebraja el paradigma de una supuesta agresividad «natural» a lo largo de la prehistoria. Tras estudiar con las poderosas técnicas de la biología molecular el ADN extraído de restos de homininos arcaicos, diversos equipos de investigación han obtenido resultados que sugieren con creciente solidez que la violencia no fue el comportamiento dominante entre nuestros antepasados.
Nos parece oportuno recordar que hay ocasiones en las que el material genético antiguo es el único testigo disponible de las especies extintas y, por lo tanto, de los acontecimientos evolutivos. Es precisamente en este contexto donde el constante desarrollo de las nuevas tecnologías moleculares está permitiendo obtener resultados que hasta hace poco tiempo parecían imposibles.
Por este camino, en el año 2010 el equipo del respetado paleogenetista Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig (Alemania), lograba dar un paso gigantesco al reconstruir la primera versión completa del genoma neandertal, una especie humana que se extinguió hace unos 35 000 años. La etapa que siguió a esta reconstrucción fue particularmente relevante, ya que permitió comparar el genoma neandertal con el de los humanos modernos. El resultado evidenció, entre otros datos valiosos, que en tiempos lejanos neandertales y sapiens se habían apareado, produciendo descendencia viable y fértil.
En solo cinco años, la comunidad de especialistas pasó de pensar que no compartíamos ADN con aquella especie extinguida a tener que asumir que en el pasado los apareamientos estaban ampliamente extendidos. Los datos genéticos resultaban incontestables, al menos para la mayoría, pues reflejaban que al salir de África, Homo sapiens se encontró, emparejó y tuvo descendencia sana y vigorosa con los neandertales.
Además, hoy se considera bastante probable que, gracias a esa hibridación, nuestra especie podría haber adquirido secuencias genéticas ventajosas. Al respecto, la directora del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), María Martinón Torres, junto a un creciente número de especialistas, señala que la interacción de los humanos modernos con la especie ya extinta no fue necesariamente violenta. «Es posible, apunta esta experta, que muchas de las claves adaptativas de nuestro éxito en la conquista de un territorio más grande y un entorno más cambiante se encuentren, precisamente, en ese mestizaje cosmopolita que nos caracteriza desde hace al menos 200 000 años». En efecto, los cruces no ocurrieron solo entre neandertales y sapiens, también tuvieron lugar, como veremos, entre más especies.
Los descubrimientos más recientes: fósiles de homininos asiáticos
Desde que en 2010 se descifró, como hemos apuntado, el genoma completo de un neandertal, el equipo de Svante Pääbo en Leipzig, entre otros, ha dedicado gran parte de su trabajo a extraer y analizar el ADN procedente de fósiles de homininos arcaicos de origen asiático, principalmente de los llamados denisovanos hallados en una cueva situada en el macizo de Altai, en el suroeste de Siberia.
Las investigadoras Viviane Slon y Samantha Brown, junto a más miembros del equipo de Pääbo, publicaron en 2018 un extraordinario trabajo demostrando la existencia de una descendiente híbrida, fruto del encuentro y apareamiento de un neandertal y un denisovano, en la frontera entre Europa y Asia. Sus resultados indicaron que seguramente los humanos arcaicos no tendrían reparos para aparease entre ellos cuando surgía la oportunidad.
Al respecto, el propio Savante Pääbo, en una entrevista concedida al editor científico de The Guardian, Ian Sample, explicaba que hace unos 40 000 años, vivían en Eurasia dos grupos de humanos arcaicos: los neandertales en el oeste y los denisovanos en el este. Probablemente, en ocasiones se encontraban y «parece claro que se entendían muy bien». Uno de los sitios de encuentro fue la cueva de Denisova, continúa Pääbo en tono distendido, ya que «estoy empezando a creer que cuando estos grupos coincidían se sentían muy contentos de mezclarse y aparearse unos con otros».
Viviane Slon, experta en análisis de ADN antiguo, sostiene asimismo que sus estudios muestran que «los individuos de grupos distintos cuando estaban juntos, se emparejaban mucho más de lo que previamente se ha supuesto». Especifica que si hubiera sido un hecho puntual, difícilmente se habría descubierto el resto de una hembra híbrida neandertal/denisovano.
Sharon Browning, profesora de la Universidad de Washington cuya investigación está enfocada al desarrollo de métodos estadísticos para el análisis de datos a gran escala en genética de poblaciones, coincide en la misma idea. «Encontrar restos de la primera generación de un individuo híbrido es muy poco probable, a menos que los cruzamientos entre neandertales y denisovanos fueran frecuentes; algo que era factible en una localidad pequeña como la cueva de Denisova», ha explicado la científica a Ian Sample durante una entrevista.
Prolíficos cruces entre nuestros antepasados arcaicos
El hallazgo de una mandíbula denisovana en la cueva de Xiahe en el Tíbet, ha reforzado la hipótesis de la existencia de cruces entre grupos humanos distintos: denisovanos con sapiens, sapiens con neandertales, neandertales con denisovanos. Asimismo, la idea de que tales cruces probablemente tuvieron un efecto evolutivo beneficioso para la población local también se ha visto fortalecida.
La existencia de diversas hibridaciones y sus efectos favorables se basa en el siguiente razonamiento. Hace unos 160 000 años (la edad estimada de la mandíbula), los denisovanos vivían en las elevadas altitudes del Tíbet, una región inhóspita a la que con el tiempo fueron paulatinamente adaptándose.
Mucho más tarde, aproximadamente 60 000 años antes del presente o quizás con anterioridad, llegaron a esta región los primeros representantes de la humanidad moderna. Para estos homininos originarios de África, adaptarse a vivir en lugares tan elevados no debió resultar fácil, sobre todo debido a que la concentración de oxígeno en el aire es mucho menor que a nivel de mar, o en las llanuras y cuevas africanas de altitudes medias-bajas.
Según un importante colectivo de especialistas, es bastante probable que Homo sapiens se adaptase al Tíbet por una vía rápida, o sea, adquiriendo genes de los denisovanos, que llevaban largo tiempo viviendo en ese entorno hostil. Indudablemente, esto implica sexo con descendencia viable y fértil; entre estos descendientes, algunos heredarían ciertas variantes genéticas necesarias para sobrevivir a más de 3 000 metros de altura, y que luego pasarían a su propia descendencia.
El ejemplo más estudiado es una variante del gen llamado EPAS1, presente en los sherpas tibetanos y que les permite oxigenar mejor los tejidos a esas altitudes elevadas. Se supone que dicho gen proviene de los denisovanos. El vínculo entre humanos modernos y denisovanos, fue sugerido por primera vez en un estudio publicado en 2014, en Nature, cuya investigadora principal era la genetista de poblaciones de la Universidad de Brown, Rhode Island, EE. UU., Emilia Huerta-Sánchez. Esta científica, especializada en detectar mutaciones génicas útiles para la adaptación a diferentes ambientes, ha estudiado los genomas de distintas poblaciones humanas.
Antes de continuar, nos interesa mencionar brevemente que Emilia Huerta-Sánchez es también una experta en proyectos con perspectiva de género. En un interesante estudio ha denunciado, con valiosos datos empíricos, la falta de reconocimiento que tradicionalmente han tenido las aportaciones de las mujeres especialistas en genética de poblaciones. Señala como, por ejemplo, diversas expertas que han trabajado igual que sus compañeros varones en reconocidas publicaciones solo han aparecido incluidas en los agradecimientos y, por lo tanto, sin formar parte de las listas de autores. Huerta-Sanchez ha examinado en el citado estudio las claves e implicaciones de tales comportamientos con un considerable rigor estadístico.
Retomando el tema sobre el flujo de genes entre especies distintas, el respetado paleantropólogo británico Chris Stringer, ha indicado a la corresponsal científica de The Guardian, Hannah Devlin, doctorada Biomedical Imaging por la Universidad de Oxford, que «con los datos actuales parece probable que [la capacidad de subsistir con niveles bajos de oxígeno] se originara en los denisovanos adaptados durante largo tiempo a elevadas altitudes, y luego transmitieran esa capacidad directamente a otros habitantes de la región».
Los novedosos resultados de hibridación aquí apuntados, junto a otros que iremos comentado en entradas posteriores, cuestionan profundamente el paradigma violento y agresivo que hasta ahora ha dominado la interpretación del pasado evolutivo humano. En línea con esos argumentos, el investigador Jean Hublin afirmaba en la página del Instituto Max Planck (Max Planck Gesellschaft), que «los estudios sobre hibridación abren el camino hacia una mejor comprensión de la historia evolutiva de la humanidad».
También es cierto, sin embargo, que, ante trabajos como los que estamos citando que emplean técnicas tan recientes, es todavía difícil poder realizar afirmaciones concluyentes. Lo que sí resulta innegable es que el modelo evolutivo hasta hace pocos años mayoritariamente asumido para intentar explicar la evolución humana en Eurasia (entendida como el macro-continente que se extiende desde Lisboa hasta Vladivostok), debe revisarse y modificarse. Y es igual de evidente, aunque no debería ser necesario subrayarlo, que el papel de las científicas en esta compleja y atractiva tarea está siendo cada vez más apreciable e indispensable.
Referencias
- Huerta-Sánchez, Emilia et al. (2014). Altitude adaptation in Tibetans caused by introgression of Denisovan-like DNA. Nature 512, 194–197
- Huerta-Sánchez, Emilia et al. (2019). Illuminating Women’s Hidden Contribution to Historical Theoretical Population Genetics. Genetics 211 (2) 363-366
- Martinon-Torres, María (2019). Antropología: qué hemos aprendido en la última década. BBVA OpenMind
- Patou-Mathis, Marylene (2015). El ser humano no ha hecho siempre la guerra. Desmontar el mito de una prehistoria salvaje. Le Monde diplomatique, junio 2015
- Slon, Viviane; Samantha Brown, et al (2018). The genome of the offspring of a Neanderthal mother and a Denisovan father. Nature561, 113–116
Sobre la autora
Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.