Samantha Brown: importante colaboradora en un descubrimiento que sorprendió al mundo

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Al sur de Siberia, en las proximidades de la frontera de Rusia con Mongolia, China y Kazakstán, se encuentran las montañas de Altai. A sus pies destaca un verde valle al que atraviesa un río, y en una ladera está la cueva de Denisova. En este lejano refugio, un grupo de especialistas rusos descubrió en 2008 el hueso fosilizado de un dedo procedente de humanos antiguos, extinguidos hace largo tiempo, a los que llamaron denisovanos.

En el año 2010, el equipo dirigido por el respetado paleogenetista sueco Svante Päävo del Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology, en Leipzig, Alemania, lograba secuenciar el ADN conservado en el hueso del dedo hallado por sus colegas rusos. La publicación de los resultados tuvo tanto eco que el acontecimiento convirtió la remota cueva de Denisova en «uno de los yacimientos arqueológicos más importantes –sino el más importante– del mundo», según ha comentado el propio Pääbo.

Cueva de Denisova. Imagen: Wikimedia Commons.

El genetista explicaba en febrero de 2019 al reportero científico y Jefe de Redacción para Europa (Locum Bureau Chief) de la revista Nature, Ewen Callaway, que la importancia de la cueva rusa se debe a que probablemente alguna vez fue un lugar que sirvió de nexo de unión para el encuentro entre varios grupos de humanos: denisovanos, neandertales y también sapiens.

Entre todos los fósiles de homininos antiguos estudiados, los denisovanos representan uno de los grupos más desconcertantes para la comunidad de especialistas. Sus exiguos restos solo suman un conjunto de pequeños fragmentos de huesos y algunos dientes que, como gráficamente ha apuntado el editor científico de The Guardian, Robin McKie, «fácilmente cabrían en el interior de una caja de cigarrillos».

En este contexto, la identificación de un nuevo hueso de hominino en la cueva de Denisova, publicada el 29 de marzo de 2016 en la revista Scientific Reports, generó gran expectación. El artículo estaba firmado en primer lugar por la científica Samantha Brown de la Facultad de Arqueología de la Universidad de Oxford (School of Archaeology, University of Oxford). La singularidad del trabajo se debía a que la investigadora y su equipo habían aplicado con éxito a más de 2.000 pequeños trozos de huesos excavados en la cueva rusa, un novedoso método de identificación de fósiles llamado huella del colágeno (collagen fingerprinting).

Sin entrar en detalles sobre la complejidad de esta técnica, recordemos que el colágeno es la proteína más abundante de los huesos, y la huella del colágeno (técnicamente llamada Zooarqueología por Espectometría de Masa, o ZooMS), permite secuenciar esa proteína, o sea, averiguar el orden o secuencia de los aminoácidos que la componen. Por este camino, puede detectarse a qué animal pertenecen aquellos fósiles óseos rotos en pedacitos tan pequeños que resulta imposible identificarlos de otra manera.

El gran impacto del trabajo de Brown y sus colaboradores fue precisamente alcanzar un codiciado objetivo: identificar restos de homininos a partir de conjuntos arqueológicos altamente fragmentados. En este sentido, los resultados del equipo de Oxford demostraron el considerable potencial que ofrece la técnica de la huella del colágeno para mejorar y ampliar los estudios sobre evolución humana, y también de otros animales.

Ante la significativa importancia de los resultados conseguidos, cobra interés detenernos brevemente en la gestación de este relevante trabajo.

Samantha Brown: una investigadora con las ideas claras

La joven estudiante posgraduada Samantha Brown llegó a la Universidad de Oxford procedente de su país natal, Australia, para incorporarse al equipo de investigación del profesor de arqueología Tom Higham, donde realizaría su tesis doctoral.

Samantha Brown. Imagen: Twitter.

En un artículo que salió a la luz el 8 de abril de 2016, el citado profesor escribía sobre el excelente trabajo realizado por Brown y sus colaboradores empleando la huella del colágeno, con el ambicioso objetivo de detectar si en un conjunto de huesos fragmentados procedentes de la cueva de Denisova había alguno que fuera de hominino. La tarea se presentaba ardua porque solo disponían de una pequeña bolsa con diminutos restos óseos sin identificar, extraídos del lejano yacimiento.

Pese a que la prueba del colágeno requiere mucho tiempo y un meticuloso esfuerzo, Samantha Brown se mostró «muy entusiasmada con el proyecto», relata Higham. Durante varias semanas, la joven llevó a cabo la laboriosa tarea de desempolvar, marcar y ordenar los pequeños trocitos de huesos. Inicialmente «preparé unas 700 muestras», recuerda Brown. Una vez limpias, decidió viajar a Manchester para analizarlas en el laboratorio del doctor Michael Buckley, especialista en paleoproteómica (disciplina que estudia proteínas antiguas mediante métodos biomoleculares), y pionero en esa técnica de la huella del colágeno.

Teniendo como finalidad principal averiguar si alguno de los fragmentos de Denisova contenía proteínas propias de los homininos, Brown analizó en Manchester uno a uno los trocitos óseos de que disponía. «Los resultados mostraron que los huesos pertenecían a diversos animales, pero no había ninguno humano […]. Fue muy desilusionante», explicaba la joven investigadora en una entrevista concedida con posterioridad al editor científico de The Guardian, Robin McKie.

Como principal responsable del equipo, el profesor Higham sugirió a Samantha Brown que con los datos obtenidos aplicando la huella del colágeno podría escribir y publicar sus resultados, pese a que no hubiese encontrado un hominino. De hecho, había logrado identificar animales como mamuts, rinocerontes, hienas, lobos, renos, etc., la típica fauna de la Edad de Hielo. «Debido a que el 95% de los huesos fósiles extraídos de Denisova no se habían podido reconocer en base a su morfología dada su extrema fragmentación, explica Tom Higham, resultó muy interesante constatar que la nueva tecnología abría un novedoso camino para la arqueozoología».

Pero Samantha Brown tenía otras ideas, «estaba deseosa de hacer más y ¡afortunadamente lo hizo!» recuerda alborozado el profesor. «Sam continuó analizando más y más muestras hasta superar las 2.000 […]. Finalmente, y para sorpresa de todos, ¡una de éstas produjo un perfil de hominino!».

Katerina Douka y su equipo en la cueva Denisova.
Imagen: Siberian Branch Russian Academy of Sciences.

Ciertamente, en junio de 2015, un pequeño fragmento de poco más de 2 cm de largo dio una respuesta positiva de colágeno humano. «Fue un momento de locura», ha expresado la joven en diversas entrevistas. «Algo increíblemente estimulante. No solo habíamos demostrado que la técnica funciona, sino que habíamos encontrado un hominino. Y yo que ya estaba preparada para lo peor…» Más adelante, Brown enfatizaría ante Ewen Callaway, «es un testimonio real de lo que aún nos queda por encontrar».

La doctora Katerina Douka, arqueóloga del Instituto Max Planck de Jena, Alemania, disfrutaba en aquellos momentos de una estancia como científica visitante en la Universidad de Oxford. Cuando Samantha Brown obtuvo sus llamativos resultados, la especialista también expresaba su satisfacción ante Robin McKie, afirmando, «no podíamos creer que había funcionado. Era realmente maravilloso»

De hecho, para todo el equipo que colaboró con la joven investigadora australiana en este meticuloso trabajo la noticia resultó fantástica. No obstante, todos también fueron conscientes de que al descubrimiento le faltaba una pieza clave de información. Habían encontrado un hueso de un tipo de humano, pero la técnica seguida para detectarlo solo podía decir que pertenecía a la familia Hominidae, la cual comprende a los grandes simios y a los miembros del género Homo. Sin embargo, con esa técnica no se puede diferenciar dentro de los grupos. «En Denisova nunca han existido grandes simios lo que significaba que pertenecía a una especie humana, pero ¿a cuál?», se preguntaba Tom Higham junto al resto de especialistas.

La colaboración de dos importantes equipos de investigación

Con el fin de averiguar a qué especie humana podría pertenecer el pequeño hueso de hominino, Samantha Brown lo llevó al laboratorio de Savante Pääbo, en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig. El paleogenetista y sus colaboradores, inicialmente averiguaron que el hueso tenía más de 50.000 años de edad y pertenecía a una persona muy joven, que habría muerto cuando tenía en torno a 13 años.

Seguidamente, un equipo de trabajo dirigido por Viviane Slon comenzó un detallado análisis genético del hueso, pues aunque era pequeño tenía un tamaño suficiente para trabajar con él. Mientras esto ocurría, Brown relata que «esperábamos con gran excitación los resultados. Pensábamos que quizás sería de un denisovano». Sin embargo, unas pocas semanas más tarde, expresaba con cierta desilusión, «averiguamos que nuestro pequeño hueso era un neandertal».

El 7 de abril de 2016, Samantha Brown y colaboradores publicaban un artículo en Scientific Reports donde exponían cómo, siguiendo la técnica de la huella del colágeno, habían logrado desvelar que entre miles de fragmentos óseos uno de ellos pertenecía a un neandertal. De esta manera, demostraban claramente que la novedosa técnica funcionaba con el fin de identificar homininos extinguidos. La paleoantropología, disciplina que estudia nuestros antepasados, daba con este estudio un gran paso hacia adelante.

El reportero científico de Nature, Ewen Callaway, ha relatado en un excelente artículo que el equipo de Viviane Slon continuó realizando estudios cada vez más detallados del pequeño hueso, y finalmente llegaron a un conjunto de datos que resultaron de enorme interés. Descubrieron con sorpresa que el ADN de la muestra era mitad neandertal y mitad denisovano. En un primer momento, ante la sorprendente posibilidad de que se tratara de un híbrido, optaron por suponer que habían cometido algún error, o que posiblemente la muestra estaba contaminada. Svante Pääbo también apoyaba este razonamiento. De hecho, con posterioridad el genetista afirmaría en más de una ocasión, «inicialmente estaba convencido de que nos habíamos equivocado en algo».

Al fin, terminaron por convencerse que no había ningún error. Slon y sus colaboradores repitieron las pruebas una y otra vez, pero los resultados seguían confirmando lo inaudito: el equipo de Oxford había descubierto restos de 90.000 años de antigüedad de una joven hija de madre neandertal y de padre denisovano.

Portada de Nature diseñada por Annette Günzel.

¿Cómo era posible esa combinación? La respuesta estaba en que los primeros estudios se realizaron a partir de ADN mitocondrial (material genético presente en unos orgánulos llamados mitocondrias, y que solo se hereda por vía materna). Los estudios siguientes, más amplios, se efectuaron a partir de ADN nuclear (material genético presente en el núcleo celular, y que procede la mitad del padre y la otra mitad de la madre).

Entre sorprendidos y eufóricos, todas y todos decidieron buscar un nombre para la extraordinaria nueva hominina; finalmente optaron por llamarla Denny. «Si se me hubiera preguntado con antelación, habría dicho que nunca encontraríamos algo así, es como hallar una aguja en un pajar», confesaba Svante Pääbo en septiembre de 2018 en un artículo escrito en Letter to Nature.

En este punto, nos parece que merece la pena incluir una parte del comentario escrito por el profesor de Oxford, Tom Higham, con relación a la portada que la revista Nature dedicó a Denny. «Estamos muy felices al ver la publicación de nuestro artículo en Nature y con la preciosa portada concebida por nuestra colega Annette Günzel, brillante diseñadora gráfica y artista». Ella, continúa el escrito, «elaboró varios bosquejos iniciales sobre los que nosotros hicimos algunas sugerencias […]. Nos quedamos realmente entusiasmados cuando Nature aceptó el diseño. Resume con gran belleza los resultados de la investigación: el genoma de la hija de una madre neandertal y un padre denisovano, con la doble hélice de ADN, roja para el denisovano y azul para la neandertal». Higham elogia, además, que «al fondo [de la portada] podemos ver Eurasia coloreada de la misma manera, haciendo referencia a la posible distribución geográfica de los dos grupos». Y termina escribiendo: «¡Felicitaciones a Annette, y a todo el equipo!»

Haz el amor y no la guerra

Lo inesperado del hallazgo de una hominina híbrida queda claramente reflejado en el comentario que Svante Pääbo realizaba en su conversación con Ewen Callaway: «Sabíamos que los denisovanos y los neandertales habían estado allí [en la cueva de Denisova]. Lo que no pensábamos es que interactuaran tan íntimamente […]. Resultó muy sorprendente hallar una prueba directa, fue como si encontráramos a la gente casi en el acto de aparearse».

No obstante, debe tenerse en cuenta, como Pääbo ha afirmado en diversas ocasiones, que pese a que tuvieron sexo y se cruzaron, los neandertales y denisovanos no convergieron en una única población genética; «durante cientos de miles años siguieron siendo especies distintas».

Es posible, explica el genetista esta vez al periodista científico Carl Zimmer del New York Times, que simplemente no tuviesen muchas oportunidades de encontrarse ya que vivían en pequeños grupos repartidos en un vasto paisaje. «No coincidían demasiado a menudo, pero cuando lo hacían aparentemente no mostraban demasiados prejuicios unos frente a otros y se mezclaban libremente».

Si bien las fechas son inciertas, el gráfico puede reflejar los linajes de las especies relacionadas.
Imagen: Wikimedia Commons.

El empleo de la técnica de huella del colágeno está proporcionando claras evidencias de que los denisovanos, los neandertales y también los humanos modernos se aparearon entre ellos. Diversas expertas y expertos señalan a la cueva de Denisova, que representa un lugar de frontera, como sitio probable para el sexo entre especies. Ocasionalmente, sus miembros podrían haber llegado al refugio al mismo tiempo «con consecuencias amorosas», bromea McKie. En cualquier caso, la comunidad de especialistas insiste en que «se trata de un cuadro que requiere muchas más información antes de completarlo».

Para terminar, nos parece muy significativo hacer hincapié en que los trabajos citados, al igual que muchos otros apoyados en técnicas modernas altamente sofisticadas, solo son posible gracias a la colaboración de numerosas personas con diferentes grados de especialización.

En esta tesitura, nos satisface ponderar que formando parte de esos grandes equipos hay cada vez más científicas, unas son jóvenes y están empezando sus carreras, mientras que otras son mayores y especialistas reconocidas por sus pares. Hasta hace no mucho tiempo, sin embargo, la presencia femenina en un ámbito como este –y también en muchos otros– era una llamativa excepción. Pero ahora, en 2019, podemos afirmar que gran parte del mérito y la repercusión internacional de estudios como los aquí citados se deben al trabajo conjunto y en igualdad de condiciones llevado a cabo por hombres y mujeres. En mi modesta opinión, la colaboración de todos con todas representa el camino óptimo para que la investigación científica nos brinde sus mejores frutos.

Referencias

Sobre la autora

Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.

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