Explorando nuevas fronteras: biólogas innovadoras, Dora Pertz y Florence Durham

Vidas científicas

La historia de la biología asume que la emergencia de la genética fue una nueva área de investigación que tuvo lugar en 1900. De hecho, hoy los estudiosos aceptan que ese año marcó el nacimiento de una de las disciplinas científicas más influyentes del siglo XX, pese a que en sus inicios solo fue un campo marginal.

Los biólogos de la época, en su mayoría, consideraron que el nuevo ámbito de trabajo tenía un futuro dudoso y poco prometedor. Sin embargo, un considerable número de jóvenes científicas procedentes de la Universidad de Cambridge, y que gozaban de una buena formación en ciencias biológicas, se mostró en desacuerdo con esa perspectiva. Convencidas de que las recientemente descubiertas leyes de la herencia propuestas por el monje checo Gregor Mendel representaban un sólido espacio para investigar la transmisión de los caracteres hereditarios, optaron por dedicar sus esfuerzos a verificar y consolidar tales leyes.

Barbara Gates, Margaret Rossiter y Marsha Richmond.

No obstante, como tantas otras veces en la historia, las científicas se enfrentaban a un mundo académico hostil, profundamente misógino, salvo raras excepciones, que tenía por bandera que «la ciencia no es cosa de mujeres». Salvando con valentía todo tipo de obstáculos, ellas consiguieron participar activamente en un fructífero proyecto de investigación que alcanzaría un notable eco, e influiría profundamente en las ciencias biológicas del siglo que entonces comenzaba. ¿Cómo lo lograron? ¿Por qué razón fueron un equipo, incluso muy numeroso para los cánones de la época? ¿Dónde encontraron el apoyo y el impulso que necesitaban?

Nos parece que una buena aproximación a las complejas respuestas que requieren estas preguntas puede encontrarse en algunas de las reflexiones realizadas por tres prestigiosas historiadoras de la ciencia: la profesora emérita de la Universidad de Delaware, Barbara Gates; la profesora de la Universidad de Cornell, Margaret Rossiter, y la profesora de la Universidad de Wayne, Detroit, Marsha Richmond.

Ya en 1999, Barbara Gates señalaba que «si las mujeres victorianas a menudo encontraban dificultades para hablar en nombre de la naturaleza, aún más difícil les resultaba hacerlo en nombre de la ciencia, de la ciencia elevada o gran ciencia, esto es, la de los laboratorios, museos o revistas especializadas. A medida que los descubrimientos científicos se fueron desplegando a lo largo del siglo XIX, la ciencia se fue rápidamente masculinizando y profesionalizando hasta el punto de que a finales del siglo los hombres parecían haberse apropiado del único derecho a observar la naturaleza».

Ciertamente, subrayaba Gates, incluso cuando el número de mujeres que alcanzaban graduación universitaria se incrementó, y muchas de ellas empezaron sus investigaciones de posgrado, era evidente que disponían de credenciales para hablar de ciencia elevada. El problema, sin embargo, continuaba porque ellas carecían de oportunidades para expresarse. No obstante, lograron hasta cierto punto mitigar esta circunstancia dedicándose con vocación y energía a conquistar aquellos nuevos ámbitos en desarrollo donde muy pocos varones querían trabajar.

Por su parte, la respetada Margaret Rossiter, en 2002 explicaba este fenómeno en términos económicos y sociológicos, subrayando que debido a su marginal estatus dentro de la ciencia, las mujeres frecuentemente han conquistado los campos nacientes de la investigación antes de que estas áreas atrajeran a los hombres y al dinero. Buscaban espacios para evidenciar sus capacidades, y no fuentes materialistas con las que disputar estatus de poder no relacionados con el talento y la curiosidad científica.

Quienes se dedican a investigar en los campos emergentes, añade Rossiter, a menudo deben enfrentarse con dificultades para conseguir fondos y soporte institucional; una situación que normalmente pocos hombres están dispuestos a soportar. Sin embargo, continúa la historiadora, aquellas mujeres eran capaces de afrontar incluso los más desalentadores desafíos. Con un acceso limitado a las instalaciones universitarias, a las oportunidades de disponer de fondos, y al sistema social de redes de patrocinadores que hasta entonces solo apoyaban a los estudiantes masculinos, ellas debían aferrarse a los recursos que permitían su participación en los proyectos científicos, por mínimos que éstos fueran.

En un artículo publicado en 2006, Marsha Richmond, reflexionaba siguiendo la misma línea: «Las nuevas disciplinas científicas que surgieron a finales del siglo XIX atrajeron a un significativo número de mujeres, muchas de las cuales procedían de la primera generación que recibió educación universitaria en ciencias. Estas investigadoras lograron ser activas y “visibles” hasta que los nuevos campos ganaron legitimidad intelectual e institucional».

Al consolidarse las nuevas disciplinas, continúa Richmond, las mujeres se vieron paulatinamente desplazadas por ambiciosos colegas varones que tenían posición y rango en ese orden académico o profesional. Así ocurrió, por ejemplo, con la bioquímica o con la ecología. Una situación semejante se produjo en el Equipo de Investigación Genética, pionero en esta materia e impulsado por el hoy célebre biólogo William Bateson en la Universidad de Cambridge.

En este caso, aprovechando la oportunidad de participar en las actividades investigadoras de una nueva especialidad aún no consolidada, señala Richmond, las mujeres de Cambridge no solo fueron capaces de avanzar en sus propios programas de trabajo académicos, sino también de contribuir al avance y consolidación de un campo de estudio que a la postre se revelaría fundamental. Aunque, de todos modos, aquellas pioneras hubieron de enfrentarse a la doble marginalidad de las disciplinas emergentes: por un lado, la de su posición en la periferia de la ciencia establecida; y por otro, el estar asociadas con un «trabajo de mujeres», y por ende de categoría menor.

La «insurrección» de dos audaces genetistas innovadoras

Las primeras científicas con formación universitaria y determinadas a desarrollar su trabajo, no se amedrentaron fácilmente, pese a los múltiples obstáculos que tuvieron que salvar. El mencionado Equipo de Investigación Genética de Cambridge, liderado por W. Bateson, ofrece un claro ejemplo del papel de las mujeres en el nacimiento de una nueva y exitosa disciplina. Veamos, y solo a título de muestra pues fueron muchas, el caso de dos biólogas, Dora Pertz (1859-1939) y Florence Durham (1869-1949), que se incorporaron con entusiasmo e ilusión a ese laboratorio precursor.

Dora (Dorothea Frances Mathilda) Pertz nació en Londres el 14 de marzo de 1859, aunque pasó su infancia en Berlín. Como ha señalado la botánica e historiadora de la ciencia Agnes Arber, la niña creció en un entorno intelectual y cosmopolita donde el interés científico no estaba de ninguna manera confinado a los hombres. Su padre, el Dr. Georg. H. Pertz, era un librero erudito (Royal Librarian) de reputación internacional en la capital alemana. Su madre, también inglesa, formaba parte de un notable grupo de hermanas, las seis hijas de Leornad Horner, intelectual progresista británico y firme defensor del darwinismo que pertenecía a la Sociedad Geológica, y fue por dos veces su presidente. La hija mayor, Mary Horner, se casó con el reconocido geólogo Sir Charles Lyell.

Dora Pertz recibió en su esmerada educación un gran estímulo y curiosidad por la ciencia. A través de conexiones familiares, tuvo la ocasión de conocer a muchos naturalistas prominentes, entre ellos a Charles Darwin. En 1882 se trasladó a Inglaterra para estudiar ciencias naturales en el Newnham College de Cambridge. Fue la primera de su familia en tener la oportunidad de cursar estudios universitarios, ocasión que supo aprovechar muy bien, graduándose en 1885. Con posterioridad, optó por dedicarse a la investigación científica, concretamente a la fisiología vegetal. Trabajó bajo la dirección de Francis Darwin, hijo del afamado naturalista, quien en ese tiempo era profesor del Botany School.

Ambos investigadores colaboraron con notable éxito, y entre 1892 y 1912 publicaron cinco artículos conjuntamente. Según apunta Agnes Arber, el mejor trabajo realizado entre ambos fue «On the Artificial Production of Rhythm in Plants», editado en Annals of Botany en 1892. Además, Dora Pertz también publicó varios artículos de forma independiente, reuniendo méritos suficientes para convertirse en 1905 en una de las primeras mujeres que sería nombrada miembro de la Linnean Society.

Veronica buxmaumii.

Paralelamente, por aquellos años estaban empezando en Cambridge los estudios sobre genética que dirigía el biólogo William Bateson, amigo y colega de Dora Pertz. La científica decidió colaborar en el incipiente laboratorio que su compañero estaba formando. Se trataba de un grupo muy inusual para su tiempo, porque estaba compuesto principalmente por mujeres formadas en ciencias naturales. Entre ellas destacaba la respetada botánica Becky (Edith Rebecca) Saunders. El proyecto de Pertz tenía como objetivo estudiar la variación de la herencia del color de las flores en la especie Veronica buxmaumii, una planta alpina. En el año 1899, los resultados de esta investigación salieron a la luz en un valorado artículo publicado conjuntamente por William Bateson y Dora Pertz.

Años más tarde, entre 1923 hasta 1936, Pertz aprovechó su gran habilidad como delineante artística para realizar todas las ilustraciones de una larga serie de artículos sobre anatomía floral publicados por su compañera de trabajo y amiga, Becky Saunders.

Además, durante un largo período tiempo, Dora Pertz trabajó en la redacción de un catálogo sobre las publicaciones alemanas de fisiología vegetal (incluyendo las revistas: Biochemische Zeitschrift y Zeitschrift für Physiologische Chemie). A pesar de la dificultad de la tarea, completó un detallado índice en 1935. Una carta procedente de los miembros del Departamento de Fisiología Vegetal acredita la alta valoración con que ese riguroso y extenso trabajo fue apreciado. Reconocimiento que para ella supuso una gran satisfacción.

Esta científica realizó la mayor parte de sus actividades sin recibir ningún salario, solo por su pasión por la ciencia y, como ella misma afirmara, «por el bien de la botánica». Tras una larga enfermedad, Dora Pertz falleció en Cambridge en marzo de 1939.

Florence Margaret Durham, nacida en Londres en 1869, fue una de las seis hijas del médico Arthur E. Durham y su esposa Mary Ann Cantwell. En el año 1891 comenzó sus estudios de ciencias naturales en el Girton College, donde se graduó con honores. En los años 1893 y 1899 impartió clases de biología en distintos centros de Londres, entre ellos el prestigioso Newnham College.

Por aquellas fechas de finales del siglo XIX, las estudiantes femeninas se enfrentaban con arrojo a la resistencia que los académicos de Cambridge mostraban ante la inclusión de mujeres en las aulas; algunos de ellos incluso pretendían impedirles que siguiesen cursos de biología. Florence Durham jugó un importante papel en esta lucha. Publicó una carta en la Girton Review convocando a las científicas a «optimizar y fomentar sus esfuerzos en investigación avanzada para así demostrar al mundo que las mujeres podían realizar un trabajo serio y lograr importantes objetivos científicos». Otras colegas respondieron a esta llamada con presiones semejantes, exigiendo por ejemplo más dinero para becas y ayudas para la investigación.

William y Beatrice Bateson y Florence Durham, 1906.

Florence Durham, que tras su graduación había logrado adquirir una sólida formación y realizar sus propias publicaciones en biología, optó por incorporarse al laboratorio de Bateson en Cambridge como investigadora posgraduada en los primeros años de 1900. Defensora de la herencia mendeliana en un tiempo en que ésta todavía era una disciplina controvertida, fue una parte importante de aquel equipo de investigación. Su trabajo estuvo centrado en la herencia del color del pelo en ratones y de las plumas en aves, y con sus excelentes resultados ayudó a sostener y extender las leyes de la herencia de Mendel.

Años más tarde, concretamente en 1910, Bateson aceptó un trabajo como director de un nuevo instituto llamado John Innes Horticultural Institute, y Florence Durham se trasladó con él para trabajar con plantas, incluyendo el estudio de híbridos de prímulas, también llamadas primavera de jardín, cuyos resultados dieron lugar a diversas publicaciones.

Desde 1917 hasta su retiro en 1930, Durham trabajó en el hoy llamado Instituto Nacional de Investigación Médica (National Institute for Medical Research), en su División de Bioquímica y Farmacología. Tras jubilarse, Florence Durham vivió en Devon, donde falleció el 25 de junio de 1949.

Con la biografía de pioneras de la genética como Dora Pertz y Florence Durhan, la anteriormente publicada de Becky Saunders, y otras del mismo equipo de investigación que traeremos próximamente a este blog, pretendemos modestamente no dejar en el olvido a ese numeroso grupo de investigadoras que injustamente está casi ausente de la historia de la biología. Es bueno concluir los recuerdos, decía el poeta francés René Char. También justo, añadimos.

Referencias

Sobre la autora

Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.

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