En el reino animal, las relaciones que se establecen entre los machos y las hembras de una población representan un importante papel en los estudios sobre la biología del comportamiento. Su interés salta a la vista: las relaciones entre sexos distintos son imprescindibles para la reproducción y por lo tanto para el éxito de la especie. Sin embargo, en los animales altamente sociales, como es el caso de los primates, las relaciones sexuales también son importantes porque influyen poderosamente fortaleciendo los lazos o vínculos que mantienen unidos a los miembros de un grupo.
Históricamente, los estudios sobre el comportamiento sexual de los animales han estado cargados de profundos prejuicios. Ya en la época de Aristóteles se asumía una clara asimetría en la conducta entre los sexos: los machos son activos y decididos, las hembras sumisas y pasivas. Este estereotipado modelo se ha mantenido como verdad incontestable casi hasta nuestros días.
El gran padre de la biología moderna, Charles Darwin, probablemente influido tanto por el pensamiento aristotélico como por los valores victorianos de su época, confirmaba en sus numerosos textos que, de manera natural, las hembras son monógamas, sólo aceptan copular en los días fértiles y con un único compañero. El respetado naturalista contribuyó así a dar fuerza y prestigio a la vieja y errónea presunción de fidelidad y sometimiento femenino, que ha sido fervientemente sostenida por la inmensa mayoría de sus sucesores como un hecho propio de la naturaleza.
Entrado ya el siglo XX, los razonamientos androcéntricos siguieron empapando los estudios sobre el comportamiento sexual. En 1948, por ejemplo, el biólogo británico August J. Bateman extrajo, de su amplia gama de resultados experimentales, la conclusión de que la poligamia (esto es, el apareamiento de un macho con muchas hembras: poliginia, o de una hembra con muchos machos: poliandria) era más valiosa para el éxito del sexo masculino que del femenino. El científico afirmó entonces que en la conducta sexual masculina ha evolucionado una «ansiedad indiscriminada» para aparearse, mientras que en el caso femenino se ha desarrollado una «pasividad discriminatoria». Bateman concluyó que se trataba de una dicotomía fundamental y no tuvo reparos en extrapolarla incluso hasta nuestra propia especie.
En el año 1972 otro especialista, Robert Trivers de la Universidad de Harvard, amplió los conceptos de Bateman. En un influyente artículo Trivers alegaba que el sexo que invierte más en el proceso reproductor, esto es, la hembra, será pasivo y discriminador, mientras que el que invierte menos se apareará más y estará dispuesto a luchar para conseguirlo. Según este autor, «la única y más importante diferencia entre los sexos es su inversión en la descendencia. La regla general es: las hembras hacen toda la inversión, los machos ninguna». Apuntemos aquí que, como muy bien señalaba en 2005 la antropóloga de la Universidad de Duke, Carolina del Norte, Christine Drea, en este argumento llama la atención la paradoja que encierra la renuncia de la hembra a su control reproductivo, pese a ser ella la que más invierte en dicho proceso.
Sea como fuere, las conclusiones de Bateman y Trivers consolidaron lo que desde épocas inmemoriales se había tenido por un supuesto básico: los machos tienen mucho que ganar si copulan con múltiples parejas, pero no hay beneficios, o muy pocos, para las hembras que se comportan de manera similar. La bióloga Zuleyma Tang-Martínez, de la Universidad de Missouri, ha apuntado al respecto que si bien la asunción de óvulos caros (mayor inversión energética) y espermatozoides baratos (menor inversión), ha sido el punto de partida de muchos estudios modernos sobre la biología del comportamiento, los descubrimientos de los últimos años están debilitando enormemente esa tesis.
Por ejemplo, el biólogo Charles Snowdon arrojó en 1997 serias dudas sobre cuál es el sexo que más invierte en el proceso de la fecundación. Argumentaba el científico que, si bien es cierto que los óvulos son significativamente más grandes que los espermatozoides, no se conoce ningún macho de ninguna especie que eyacule un único espermatozoide cada vez. Y, a pesar de que sólo un espermatozoide es necesario para la fecundación, se generan millones de ellos.
En la mayoría de los mamíferos, argumentaba Snowdon, la energía requerida para la enorme producción de gametos masculinos, además de la necesaria para producir el líquido seminal en que sobreviven, es mayor que la energía consumida para producir un óvulo. Los machos mamíferos podrían por tanto requerir gastos energéticos iguales o tal vez mayores que las hembras para que la fecundación tenga lugar, lo cual significa que, al menos en lo que respecta a este proceso concreto, el aporte de un progenitor y otro no sería tan desproporcionado como tradicionalmente se ha venido creyendo.
Con respecto al comportamiento sexual de nuestros parientes vivos más próximos, las diversas especies de primates, los estudios realizados en los últimos años han revelado resultados sorprendentes. Quizás el aspecto más espectacular, sobre todo por su carácter inesperado, ha sido la conducta sexual de las hembras. Frente a la idea sostenida por innumerables generaciones de biólogos, que afirmaron aparentemente sin dudarlo que ellas son monógamas, pasivas y recatadas, las novedades han llegado para quedarse. Los datos más recientes apuntan con tenacidad en la dirección opuesta a la esperada: en el reino animal las hembras, primates incluidas, por lo general suelen ser polígamas. O lo que es lo mismo, según los hallazgos más recientes la poligamia femenina es la regla más que la excepción.
La capacidad de las hembras para controlar su propia reproducción, incluyendo su voluntad para elegir parejas extras con las que aparearse, se ha vuelto cada vez más evidente. Desde el punto de vista reproductivo, ofrece innegables beneficios: les permite conseguir el mejor esperma, compuesto por los mejores genes, al tiempo que minimiza las incompatibilidades y anomalías cuyo último resultado sería un fallo reproductor. Los apareamientos múltiples, además, incrementan la diversidad genética y la viabilidad de la progenie.
Pero, abundando en las novedades, otro hecho que ha llamado poderosamente la atención es que la sexualidad femenina no está limitada sólo a los períodos fértiles. Tal como señalaba en 2001 Kim Wallen, de la Universidad de Emory (Atlanta), las hembras de algunas especies de primates son quizás las únicas de todos los mamíferos que pueden aparearse en cualquier momento de su vida adulta, mostrando independencia entre sexo y fertilidad.
Wallen asegura que, como resultado del desacoplamiento entre sexo y fecundación, las hembras pueden involucrarse voluntariamente en diversos apareamientos con fines no reproductivos. Lo que en realidad sucede, continua Wallen, es que algunos rasgos físicos, como hinchamientos de los órganos sexuales o incrementos en el color de la piel, pueden exhibirse tanto en las épocas fértiles como en las que no lo son. Comprobar que muchos primates se aparean con frecuencia fuera de sus períodos fértiles ha generado gran asombro por varias razones, entre otras porque estos animales muestran así un comportamiento que hasta hace poco tiempo se había considerado exclusivo de los seres humanos.
¿Cuál puede ser la razón que explique el intercambio sexual en un contexto no reproductivo? Los primatólogos creen, aunque no hay consenso entre ellos, que estos apareamientos pueden deberse a causas relacionadas con el establecimiento de diversos vínculos entre los individuos y a la consolidación de sus complejas estructuras sociales. En otras palabras, la independencia entre capacidad de concebir y conducta sexual, permite que el sexo se use con propósitos sociales. En el año 2004, los expertos Kim Wallen y Julia L. Zehr propusieron que la plasticidad en la actividad sexual podría explicar, al menos en parte, la evolución en los grandes simios y también en nuestra estirpe, de una sólida y compleja vida en comunidad.
A la luz de las evidencias generadas en las últimas décadas, cada vez está más claro que ya no es posible omitir una conducta verificada por numerosas observaciones: la realidad biológica refleja que la monogamia en el reino animal es un fenómeno raro que, de hecho, sólo atañe alrededor de un 3% de las especies. Y aquellas más próximas a nosotros no son una excepción. Por ejemplo, entre los resultados recientes cabe citar que las primatólogas Melissa E. Thompson, Rebecca M. Stumpf y Anne E. Pussey han descrito, tras meticulosas investigaciones, que el apareamiento polígamo de las hembras representa un modelo casi universal en los simios.
En un trabajo publicado en 2008, estas autoras reconocen que las chimpancés (Pan troglodytes) son altamente polígamas. Asimismo, la mayor parte de las hembras gorilas de montaña (Gorilla beringei beringei) del Parque Nacional de los Volcanes (Ruanda), copulan con múltiples machos, contrariamente a la percepción tradicional de apareamiento con un único macho. Y pese a las expectativas de apareamiento monógamo entre los gibones (Hylobates lar) de Tailandia, también se ha constatado flexibilidad social y sexual en sus comunidades, revelando un comportamiento semejante al de los grandes simios.
Nos parece de interés subrayar que, siguiendo un razonamiento cargado de prejuicios, un hecho biológico ampliamente extendido en la naturaleza: la abundante producción de pequeños gametos por los machos y de un único y gran gameto por las hembras, ha sido tradicionalmente usado como soporte teórico de una rama de la biología del comportamiento. En efecto, se ha pretendido dilatar las consecuencias de ese hecho hasta límites que resultan pasmosos: la conducta sexual de los animales adultos, seres humanos incluidos, depende del tamaño y cantidad de sus gametos. Un único óvulo mensual lleva a la pasividad y el recato; muchos espermatozoides por eyaculación genera machos dinámicos y promiscuos (¡!).
En la actualidad, pese a que las investigaciones modernas revelan que tanto las hembras como los machos primates en sus hábitats naturales suelen ser sexualmente activos, la poligamia masculina sigue siendo ampliamente admitida, pero no ocurre lo mismo con la de las hembras; no son pocos los estudiosos que siguen manteniendo notables reservas ante esas conductas. El hecho es que la comunidad científica se enfrenta a una creencia y no una evidencia, y de ahí las grandes dificultades para erradicarla.
Sin embargo, la lenta aunque perceptible erosión del ancestral concepto de pasividad y recato femeninos, avalada por innumerables observaciones, ya no tiene vuelta atrás. Las tesis que otorgan numerosas ventajas a los apareamientos femeninos múltiples han traído consigo grandes innovaciones aunque, de momento, no todos estén dispuestos a asumirlas.
Lecturas recomendadas
- Alic, M. (1991), El legado de Hipatia, Siglo XXI, Madrid
- Schiebinger, L. (1993), Nature’s Body. Gender in the Making of Modern Science, Beacon Press, Boston
- Thompson, E. M., Stumpf, R.M. & Pussey, A. E. (2008), «Female reproductive strategies and competition in apes». International Journal of Primatology 29: 815-821
Sobre la autora
Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.
5 comentarios
Muy interesante y esclarecedor para derrotar estereotipos sexistas en materia de sexualidad.
Hola Adicea, me encanta que te resulte de interés el derribar tantos prejuicios. Hacerlo nos permitirá tener una visión más objetiva acerca de los estereotipos que arratramos de nuestro pasado. Entre todas podremos lograr acabar con tanto sexismo.
Un cordial saludo,
Carolina
[…] Fuente: https://mujeresconciencia.com/2015/06/01/derribando-prejuicios-ancestrales-nuevos-resultados-en-la-b… […]
la realidad que miramos: me asombró el artículo, es muy curioso cómo el positivismo hizo bandera de desprenderse de preconceptos para analizar la realidad, y de que pobre manera lo consiguió. siguió arrastrando esos preconceptos sin ver que estaban allí. se ha dicho eso de que si hubieran peces inteligentes y científicos, probablemente lo último que les interesaría estudiar sería el agua. (lo último que «verían»). pues bien, tuvieron que avanzar las mujeres en su lucha por su liberación, para que pudiéramos abrir los ojos y «ver» algo que siempre estuvo allí, pero nuestros cerebros estaban ciegos para percibir. qué tantas otras cosas no veremos?
Gracias por tu comentario Gustavo. Creo que los prejuicios sexistas que arrastramos realmente nos ciegan ante las evidencias que no queremos ver, aunque nuestros ojos estén sanos. La sociedad patriarcal nos ha impedido asumir la igualdad entre mujeres y hombres, por ello la lucha feminista es dura, llena de obstáculos y todavía, pese a los grandes logros alcanzados, nos queda un largo camino por andar.
Un cordial saludo
Carolina