Breve introducción
En la primavera de 1957, Jane Goodall era una joven de veintitrés años que acababa de llegar a Kenia desde Inglaterra con «la esperanza de poder trabajar con animales». Por esta razón decidió dirigirse al Coryndon Museum, hoy Museo Nacional de Nairobi. Una vez allí, entró en contacto con el conservador de ese museo, el afamado antropólogo Luis Leakey.
Muy pronto, el científico fue consciente de que estaba ante una joven de notable decisión y coraje, y decidió interesarla por el estudio de los chimpancés salvajes. Según ella misma ha recordado, le habló de «un grupo de chimpancés que vivía a lo largo de las costas de un lago, muy aislado y alejado, y lo excitante que resultaría aprender cosas sobre su comportamiento.»
Maticemos que, aunque en aquellos años se sabía muy poco sobre los chimpancés salvajes, el proyecto entusiasmó tanto a la joven que en el verano de 1960 empezó sus investigaciones de campo. Leakey consideraba que había una cierta urgencia en este trabajo porque los animales estaban bajo la presión de poblaciones humanas vecinas y, como muchos expertos, dudaba que pudieran sobrevivir mucho tiempo en estado salvaje.
Una investigadora con coraje
Cuando Jane Goodall llegó a la costa este del lago Tanganika daba comienzo, sin ella saberlo, al estudio de campo continuado más largo realizado hasta ahora con animales en su hábitat natural: nada menos 35 años consecutivos de trabajo sobre un grupo concreto de primates. Con el tiempo, sus resultados tendrían un eco tan sonoro que acabaron siendo conocidos en todo el mundo, tanto en el ámbito científico como en el popular.
En los numerosos libros que ha escrito –algunos convertidos en clásicos de la literatura científica contemporánea– Jane Goodall ha narrado en un lenguaje muy atractivo, al tiempo que riguroso, sus experiencias observando a los chimpancés de Tanganika. Por ejemplo, relata que durante los primeros diez días después de establecer su campamento, los animales empezaron a acercarse con regularidad para alimentarse de los frutos de los árboles cercanos. O bien, continúa la investigadora, con el transcurso de los meses, estos simios se fueron acostumbrando a su presencia y la joven se dio cuenta de que ellos la tolerarían siempre que no se acercara demasiado. Empezó entonces a reconocer mejor a cada chimpancé, individualizándolos con un nombre propio, como Flo o Goliat.
A pesar de que el hábito de dar nombre a los animales en estudio es normal hoy en día, en aquellos años no era considerado científico, como tampoco lo era la individualización. Los nombres, según los expertos, sugerían antropomorfismo y, tradicionalmente, se había preferido marcar a los sujetos con números. La joven investigadora, por lo tanto, recibió serias críticas por «bautizar» a los chimpancés en su primer artículo científico, escrito en 1963, al referirse a los simios que observaba. En la actualidad, nombrar a los animales estudiados se ha convertido en una práctica científica habitual.
Goodall ha narrado que desde el primer momento su trabajo de campo fue muy intenso; tomaba notas sobre todo lo que podía observar del comportamiento de los animales, tanto de las características de sus llamadas como del tiempo que pasaban acicalándose mutuamente; recogió muestras de los frutos que comían y de sus excrementos; los observó mientras construían sus nidos para dormir con hojas de palmeras o durante el tiempo que dedicaban a jugar entre ellos.
Quizás el descubrimiento más significativo e increíble de Goodall fue que los chimpancés hacían y utilizaban herramientas primitivas, no de piedra, sino de tallos, ramas y hojas. La primera señal de que los chimpancés usaban utensilios la percibió en 1960, sólo unos meses después de su llegada. Observó a un macho joven, al que había bautizado como David, sentado al lado de un nido de termitas y que «empujaba cuidadosamente un largo tallo dentro de un orificio del hormiguero […]. Estaba demasiado lejos para darme cuenta de lo que estaba comiendo, pero resultaba obvio que estaba usando la ramita como un instrumento». Cuando el animal se marchó, Goodall usó uno de los tallitos abandonados introduciéndolo en el agujero y extrajo así un racimo de termitas, supo de este modo qué comía el animal. Poco después, la investigadora hizo otro descubrimiento inesperado, e incluso más excitante, pudo comprobar que estos simios no sólo usan herramientas, sino que a menudo las manufacturan: recogen pequeñas ramas y las preparan arrancándoles las hojas. De este modo, fabrican una herramienta adecuada a un fin: conseguir termitas.
Estas observaciones constituyeron el primer ejemplo registrado de un animal salvaje que usa un objeto no sólo como instrumento, sino que es capaz de modificarlo; actitud que apunta claramente al comienzo de la construcción de herramientas. Las descripciones de Goodall, confirmadas posteriormente por otros investigadores, fueron las primeras informaciones bien documentadas sobre este tipo de comportamiento.
Después de observar y analizar en numerosas ocasiones la rudimentaria fabricación y uso de utensilios por parte de los chimpancés, Goodall comprobó que el proceso no sólo incluía al contexto alimenticio como el caso de las termitas o, como también observó la investigadora, el uso de piedras para cascar frutos secos; abarcaba igualmente otras actividades como, por ejemplo, el empleo de hojas, ya sea a modo de «esponjas» para absorber agua de huecos de los árboles y beberla, o bien para limpiar el cuerpo de suciedad o de sangre. Estas observaciones eran muy notables porque, hasta que Goodall empezó a investigar, ninguna evidencia semejante se había registrado con una base consistente, y mucho menos entre los chimpancés salvajes.
Otro de los aspectos significativos del comportamiento de los chimpancés detectado por Goodall entre la población de las orillas del lago Tanganika, fue el uso de la carne como alimento. En efecto, un día, sólo cuatro meses después de su llegada, fue testigo de algo que nadie había visto antes: unos chimpancés comiéndose a un pequeño cerdo que habían matado. Posteriormente confirmó que estos primates son capaces de cazar mamíferos de tamaño medio, como crías de monos o de antílopes africanos, desgarran y mastican la carne con sus manos y dientes, usando incluso los pies cuando se requiere la fuerza para fragmentar los cadáveres.
Jane Goodall también realizó observaciones notables referidas a los prolongados períodos de dependencia de las crías, que observan a sus mayores y copian sus comportamientos, es decir, aprenden imitando para sobrevivir como miembros maduros de su especie. Los fuertes vínculos familiares en las sociedades de chimpancés que Goodall detectó la llevaron a asumir que la comunicación no verbal era vital para estos simios. Además, también desde sus primeras observaciones confirmó la marcada tendencia de los chimpancés a tocarse, abrazarse, acicalarse, tomarse de las manos e incluso besarse.
Tras varios años de observaciones, la tenaz científica comprobó asimismo que los chimpancés no eran sólo los pacíficos y amables animales que en un principio creyó. También se organizan en «comunidades guerreras» que patrullaban a veces la «frontera» de su hábitat en silencio y podían atacar a sus vecinos actuando como caníbales de criaturas.
Este tipo de comportamiento, violentamente destructivo, resultó para Goodall tan triste como la guerra humana, «como nosotros, los chimpancés también tienen su lado oscuro», ha apuntado con desilusión. Ella ha admitido sentirse descorazonada ante actitudes tan violentas, pues había pensado que los chimpancés se comportaban «mejor que los seres humanos»; ahora constataba que «son incluso más parecidos a nosotros de lo que había imaginado. […]. [Los simios] son más humanos de lo que había supuesto al principio». Incluso he «observado entre ellos sentimientos similares al odio, al amor, al miedo o a la desesperación».
En marzo de 1961 sus excelentes resultados le granjearon ayuda económica de la National Geographic Society, que subvencionó su trabajo hasta 1963 y, al mismo tiempo, proporcionó a la joven Jane Goodall una gran popularidad. Fue entonces cuando comenzó a tomar conciencia de la magnitud de su proyecto y del tiempo que requeriría llevarlo a cabo plenamente.
Desde finales de los años sesenta, los premios y reconocimientos que Jane Goodall ha recibido por su extraordinario trabajo llenarían varias páginas. Valga a citar, sólo a título de ejemplo, que en 1967 la nombraron directora del Centro de Investigación para la Conservación de la Vida Salvaje, ubicado en el Parque Nacional del río Gombe, en Tanganika. En 1975 fundó el Instituto Jane Goodall, con el fin de recaudar fondos para proseguir con sus investigaciones.
En 1984 recibió el Premio de Conservación de la Vida Salvaje J. P. Getty por «ayudar a millones de personas a comprender la importancia de la conservación de la vida salvaje en este planeta». Sus artículos científicos han aparecido en muchos números de National Geographic, igualmente ha escrito gran cantidad de trabajos que han visto la luz en revistas especializadas de prestigio internacional. Los libros que ha publicado sobre sus experiencias en África han alcanzado un éxito de público extraordinario. Recordemos, asimismo, que en mayo de 2003 fue galardonada con Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica por su «trascendental aportación científica».
Además de lo expuesto, hay que subrayar un hecho de gran significado para el ámbito de la primatología: los descubrimientos de Jane Goodall pusieron los cimientos para todos los estudios sobre primates que tuvieron lugar a continuación. Su metodología y profundos descubrimientos revolucionaron el campo de esta naciente disciplina y la han convertido en una figura de considerable peso en esta especialidad.
Actualmente, Jane Goodall pasa la mayor parte del tiempo viajando alrededor del mundo, dando conferencias en defensa de los primates que tanto ama y denunciando su exterminio en nombre del progreso. «La tragedia está en que nunca sabremos toda la amplitud del rango del comportamiento de los chimpancés, porque se están extinguiendo.» En 1960 había aproximadamente dos millones de chimpancés en África; hoy sólo existen en torno a 130.000. A raíz de sus esfuerzos por salvar a estos animales, Jane Goodall ha sido afectuosamente llamada «embajadora mundial de los chimpancés.»
El ejemplo de esta valerosa y prestigiosa científica demuestra que las selvas y bosques, con su flora y su fauna, no sólo deben llamar a nuestra sensibilidad para su conservación. Desde ellos se nos devuelve el eco de los sonidos que siguen articulando esos extraordinarios simios que aún resisten a sus «evolucionados depredadores.»
Sobre la autora
Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.
7 comentarios
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me encanta
Kkkk… gracias por tu comentario.
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