Hasta hace prácticamente un mes conceptos vulcanológicos como “enjambres sísmicos”, “erupciones estrombolianas”, “piroclastos” y “coladas de lava” se nos hacían extraños. Ahora con la erupción del volcán Cumbre Vieja, en la isla de La Palma, estamos teniendo la oportunidad de contemplar su evolución de cerca.
Si bien las erupciones volcánicas son fenómenos insólitos en nuestras latitudes (y por ello tildados de espectáculo), son también una de las muestras más impresionantes y aterradoras de la furia de la naturaleza. De ello fuimos testigos el pasado 19 de septiembre de 2021. Así, ese día, mientras una imponente columna de gases y ceniza se alzaba sobre las primeras bocas y la lengua de lava surcaba la dorsal del volcán Cumbre Vieja, la vida de los habitantes de La Palma dio un giro de 180 grados.
Con una economía fuertemente ligada al turismo y al cultivo platanero, la crisis volcánica está teniendo importantes consecuencias socioeconómicas para las poblaciones circundantes al volcán. Los datos así lo indican: cerca de 6 000 personas evacuadas, más de 390 hectáreas arrasadas por el paso de la lava, casi un millar de edificaciones destruidas, kilómetros de carreteras cortadas y más de 3 000 hectáreas cubiertas de ceniza, muchas de ellas de cultivo.
En este momento, con la lava procedente del volcán Cumbre Vieja formado una fajana o delta en la costa oeste de la isla de La Palma, surgen multitud de cuestiones relacionadas con el mundo vegetal. Intentaremos arrojar luz sobre algunas de ellas: ¿cuáles son los efectos fisiológicos a corto plazo en la vegetación? ¿Supone la erupción un punto final para la vegetación terrestre de esa parte de la isla? ¿Será posible volver a cultivar en las zonas colindantes al volcán?
El ocaso de las plantas y cultivos
Durante las erupciones volcánicas, junto a las emanaciones de lava, gases tóxicos como el dióxido de azufre y haluros de hidrógeno y especies volátiles de metales tan nocivos como el mercurio, plomo y arsénico, se eyectan a la atmósfera grandes cantidades de materiales piroclásticos, como escorias y cenizas de diferentes tamaños. Y como sabemos, todo lo que sube vuelve a bajar. Más allá de la destrucción causada por la lava, la caída de escorias y cenizas produce un gran impacto sobre el suelo, así como sobre la fauna y la flora que lo habita.
Sin posibilidades de huir, la caída y deposición de escorias y cenizas volcánicas resulta letal para la vegetación terrestre (figura 1A). Los daños físicos como la rotura de tallos y hojas por exceso de peso, la abrasión por el arrastre del viento, la asfixia y el enterramiento de las plantas más pequeñas son los más evidentes. Sin embargo, hay otros que pueden pasar inadvertidos.
La deposición de cenizas en las hojas impide la captura de luz y el intercambio gaseoso que posibilitan uno de los procesos fisiológicos más importantes para el equilibrio de los ecosistemas y el sustento de la vida en la Tierra: la fotosíntesis.
No hay que olvidar que gracias a la fotosíntesis, el CO₂ atmosférico se fija en las plantas liberando oxígeno a la atmósfera. Además, la fotosíntesis es el proceso central y primario gracias al cual las plantas crecen y se desarrollan y producen diversos metabolitos, dando lugar a multitud de materias primas esenciales para la supervivencia de nuestra sociedad como alimentos, medicamentos y madera y papel.
Así pues, sin fotosíntesis, esas plantas con las hojas cubiertas de ceniza difícilmente podrán mantener sus funciones vitales y sobrevivir. Las flores también pueden quedar cubiertas por la ceniza, obstaculizando la polinización y, en consecuencia, dificultando la reproducción y la producción de frutos. Al mismo tiempo, las cenizas volcánicas suelen tener un recubrimiento ácido que, en contacto con el agua de lluvia, podría tener un efecto corrosivo sobre el follaje y los cultivos, reduciendo su valor comercial.
Existen, además, otros riesgos que, aunque poco probables, podrían ser dañinos. Hablamos de aquellos asociados a la lluvia ácida resultante de la conversión del SO₂ en ácido sulfúrico al combinarse con el vapor de agua atmosférico y a la contaminación derivada de la deposición de los metales. La corrosión de la vegetación y una progresiva acidificación, contaminación y perdida de salud de los suelos serían sus consecuencias más notables. Con el tiempo esto daría lugar a suelos sin vegetación, empobrecidos en nutrientes y propensos a la erosión.
Pero hay esperanza, y se viste de verde
Hasta ahora hemos puesto el foco en los potenciales efectos negativos de la erupción del volcán a corto y medio plazo. Sin embargo, es hora de ver la cara B de la erupción y transmitir una mirada optimista y resiliente de cara al futuro de los palmeros.
A pesar de que las plantas desaparecen, los terrenos hoy cubiertos de cenizas en las faldas del volcán se volverán fértiles y productivos a largo plazo, haciendo posible que la vida regrese, con más vigor si cabe, a la perla verde del archipiélago canario (figura 1B).
Sólo tenemos que echar la vista atrás y mirar sucesos similares en las islas vecinas o en aquellas localizadas en el anillo de Fuego del Pacífico. Los suelos de origen volcánico (también conocidos como andisoles) cubren solo el 1 % de la superficie de la Tierra, pero contienen alrededor del 5 % del carbono global del suelo.
Formados principalmente a partir de las cenizas volcánicas, son suelos con unas propiedades físico-químicas y mineralógicas singulares que los hacen muy fértiles. Los andisoles jóvenes tienen una baja densidad aparente y son muy porosos. En general, estos suelos se caracterizan por una alta capacidad de intercambio catiónico y de retención hídrica, una fuerte retención de fosfatos (que son nutrientes esenciales), un alto contenido en aluminio y hierro y su tendencia a acumular materia orgánica. Por todo ello son suelos propicios para el establecimiento de especies, tanto de forma planificada (cultivos) como de forma espontánea (plantas en general).
Aunque la recuperación de la vegetación y de la agricultura en los suelos volcánicos que comienzan a formarse ahora se ve lejana, no existe la menor duda de que de nuevo plantas y cultivos se instalarán sin problemas en estos terrenos noveles.
Para hacerlo posible, será necesario, no obstante, que se establezca una estrecha red de comunicación y colaboración entre la comunidad científica, el sector agrícola, las autoridades y la sociedad en general, puesto que las medidas a adoptar durante la fase de recuperación tras la erupción serán la llave para la promoción de la biodiversidad y, por lo tanto, para el equilibrio económico de La Palma.
Sobre las autoras
Raquel Esteban, Profesora de Fisiología Vegetal, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y María Teresa Gómez Sagasti, Investigadora, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.