Una de las características más idiosincráticas del ser humano es la relación que establece con los muertos. La paleontología y la arqueología documentan un amplio abanico de formas de interaccionar con los que han fallecido, pero no todas ellas denotan igual grado de simbolismo o intención.
Algunos de estos comportamientos tienen una finalidad más funcional, como apartar los cadáveres para no atraer a depredadores, desarticular el cuerpo para facilitar su transporte o aprovecharlo nutricionalmente, lo que también se conoce como canibalismo gastronómico.
Pero existen otros comportamientos que se apartan de la “utilidad”, gestos que involucran más recursos y tiempo de los que serían necesarios para simplemente disponer de un cuerpo inerte. La utilización de forma repetida de un lugar, una cavidad natural, por ejemplo, de difícil acceso, protegida, para depositar a los que fallecen, como es el caso del yacimiento de la Sima de los Huesos, en Atapuerca, trasluce una dedicación y un esfuerzo que se escapan de lo meramente práctico.
A partir de ahí, en la evolución de los homininos se despliega una variedad de actos que revelan una implicación cada vez más intensa hacia el fallecido. Con los enterramientos, la comunidad asume el esfuerzo de planificar, de excavar o crear deliberadamente un lugar para depositar el cuerpo en una posición y forma específica y premeditada, a veces acompañado de objetos u ornamentos y, después, sellarlo para protegerlo.
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Kenia, Alemania, Burgos
El estudio de los huesos hallados en Panga ya Saidi (Kenia), un yacimiento excavado por el Instituto Max Planck para la Ciencia de la Historia Humana (Jena, Alemania) y los Museos Nacionales de Kenia (Nairobi, Kenia), nos ha permitido descubrir el enterramiento humano más antiguo que se conoce en toda África.
Dada la extrema fragilidad de los restos, los arqueólogos decidieron rescatar los huesos dentro de un bloque de sedimento que, durante más de dos años, se excavó manual y virtualmente –con técnicas de imagen– en los laboratorios del CENIEH (Burgos).
Mediante el análisis de los fósiles y la tierra circundante hicimos la reconstrucción forense de lo sucedido hace 78 000 años. Un niño de apenas 3 años de edad era enterrado con delicadeza en una cavidad deliberadamente excavada para ello, envuelto en un sudario, en posición encogida, sobre su costado derecho y con una almohada bajo la cabeza. Se trata de una tumba, sí, pero el niño ha sido arropado y dispuesto como si estuviera en su lecho, dormido. ¿Para qué? ¿Por qué se hace todo esto si ya no sirve para nada? Precisamente por eso. Que no sirva para nada le da todo su valor.
En nuestra especie, defenderse de la muerte dejó de ser un acto reflejo y se convirtió en un acto reflexivo. Vivimos con una voluntad terca por domesticar la muerte, por combatirla, por prevenirla, por retrasarla. Y cuando sucede, cuando ya no hay vuelta atrás y la muerte deshabita el cuerpo de un ser amado, entonces, a Homo sapiens aún le queda el orgullo de no agachar la cabeza y decide seguir tratando a los muertos –aunque estén muertos– con la consideración con la que tratamos a los vivos: con delicadeza, con respeto, con compasión. Con esa parte de nuestra vida, la muerte no puede. Y la noción de esa pequeña victoria nos da algo de la paz que la muerte nos arrebata.
Sobre la autora
María Martinón-Torres, Directora del CENIEH, Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.