Unas luces brillantes nos barren de abajo arriba, imitando una especie de telón lumínico que nos indica que debemos empezar a prestar atención a lo que ocurre en el escenario. Puede que este sea el quinto concierto del día, pero en cuanto los amplificadores escupen el primer acorde de la guitarra, nos vemos arrastrados por un mar de alaridos y rítmico temblor que invade desde el suelo que pisamos a la boca de nuestros estómagos.
Esto empieza. Notamos cómo nuestro cuerpo comienza a mecerse, moviéndose irremediablemente al compás de los acordes.
Entre la multitud, algunos son más tímidos y otros agitan cada parte de su cuerpo, como en éxtasis. Pero una cosa comparten: todos los allí presentes se mueven siguiendo el ritmo de la música. Sale la cantante y un grito surge de nuestra garganta. Sin embargo, parece nacer de manera conjunta de las otras 60, 150 o 1000 voces que nos rodean. Un grito que, aunque pueda estar desafinado, se siente en plena armonía.
Esta sensación de transcendencia, de unión con todas las personas presentes en estos eventos, la describió el sociólogo Émile Durkheim (1858-1917) como “efervescencia colectiva”. Y cualquiera que haya estado en un concierto multitudinario recuerda haberla sentido.
Otra forma de experimentar la música
Según observaciones de investigadores de la Universidad McMaster, en Canadá, nuestra forma de percibir y experimentar la música cambia cuando la escuchamos en directo y de forma colectiva. Laurel Trainor y su equipo midieron el movimiento de 33 participantes durante un concierto, exponiéndoles a piezas musicales con diferente groove, término anglosajón que se refiere al nivel con el que una pieza musical nos hace querer movernos.
Así, estos investigadores observaron que las emociones provocadas por la música y los estímulos visuales del entorno influyen en cómo percibimos la música. Además, también cambia cuánto nos movemos a su ritmo y hasta qué punto nos sincronizamos con la gente que nos rodea.
Se ha visto que piezas con un groove alto no sólo nos hacen sincronizarnos mejor con el tempo de la canción que escuchamos, sino que también aumentan la coordinación de nuestros movimientos con el resto de asistentes a un concierto. Este fenómeno, además, se repite en diferentes etapas del desarrollo humano.
De hecho, se ha sugerido que la percepción del tempo musical podría ser realmente la estimación que hacemos de cuánto esfuerzo nos supondría movernos al ritmo percibido. Así lo ha descrito Justin London, profesor de Música, Ciencia Cognitiva y Humanidades en Carleton College (EE. UU.).
Vuelta a nuestras raíces
Todo esto concuerda con las ideas expuestas en los últimos años por investigadores del campo de neurociencia y música que apuntan a que el groove y la percepción del ritmo no tienen sentido desligados de las raíces evolutivas de la música. Es decir, esos elementos deberían entenderse mejor en actos sociales participativos en los que la música aparece intrínsecamente ligada a la danza.
Esta, originalmente, consistiría en movimientos corporales que estaban sincronizados tanto con el patrón rítmico de la música como con el resto de individuos presentes en dichos acontecimientos.
Siguiendo la premisa de que el ritmo musical sólo se comprende verdaderamente mediante movimientos corporales en contextos sociales, la situación que experimentamos en festivales de música podría no sólo influir nuestra percepción musical, sino también devolvernos a las funciones primigenias de la música.
En otras palabras, la música en estos eventos pasaría a ser un elemento facilitador que nos invita a movernos a su compás y a interactuar con nuestros semejantes. Tecumseh Fitch, biólogo evolutivo y científico cognitivo estadounidense afiliado a la Universidad de Viena, lo explica a partir del minuto 49:37 de esta charla.
Por otro lado, nuestras preferencias musicales, la familiaridad con las canciones que escuchamos y la manera de bailar de otros asistentes a un concierto influyen tanto en la sincronización grupal como en el tipo de lazos e interacciones sociales creadas en esos eventos. Así lo sugieren, por ejemplo, un estudio del laboratorio de Daniel Margulies, perteneciente a las universidades de París y Oxford, y otro del grupo de Peter Vuust, del Center for Music in the Brain, en la Universidad de Aarhus (Dinamarca).
Es importante remarcar que, en el contexto de un festival de música, asumimos que todos los asistentes comparten el mismo gusto musical. Esto hace que la base de nuestra experiencia sea un clima de pertenencia a un mismo grupo. Por tanto, el nivel de conexión con la gente que nos rodea es más alto que en condiciones normales.
Más abiertos y generosos
Algo a tener en cuenta es que, en un festival, estas situaciones de facilitación social se mantienen y prolongan en el tiempo, lo cual hace más potente su efecto. Molly Crockett y su equipo en la Universidad de Yale (EE. UU.) describieron recientemente que, además, los asistentes a estos eventos muestran mayor facilidad para conectar con otros individuos. Incluso se detecta cierta predisposición a estar más abiertos a nuevas experiencias y a ser más generosos.
Como conclusión, las evidencias científicas aquí resumidas apuntan a que los festivales podrían verse como ritos modernos donde la música vuelve a ocupar su papel original. En este rol, la música está ligada íntimamente a la danza y al movimiento. A expresar el groove y seguir el ritmo. Y esto se realiza a través de la acción conjunta y sincronizada con otros individuos de nuestra especie, con los que nos invita a interactuar y a estrechar lazos.
Visto así, ¿a quién no le apetece ir de festival este verano?
Sobre la autora
Lucía Vaquero Zamora, Investigadora Postdoctoral en Neurociencia Cognitiva, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.