La malaria (o paludismo) es una enfermedad endémica en muchos países del mundo que provoca la muerte de miles de personas, muchas de ellas menores de cinco años. Se trata de una enfermedad que la OMS define como febril aguda, y que en un individuo no inmune provoca síntomas que suelen aparecer entre diez y quince días tras la picadura de las hembras de mosquitos del género Anopheles.
La transmisión de la malaria depende de las condiciones climáticas (cantidad de lluvia, temperatura y humedad), ya que estas modifican el número y la supervivencia de los mosquitos. Especialmente en África, la transmisión es estacional y alcanza su máxima intensidad tanto durante la estación lluviosa como inmediatamente después.
En el año 2019 se estimaron 409 000 muertes por paludismo, los casos (83 %) y las muertes (94 %) se produjeron de manera mayoritaria en seis países de África subsahariana: Nigeria, República Democrática del Congo, Uganda, Costa de Marfil y Níger, afectando de manera mayoritaria a mujeres embarazadas y a niños. Si bien desde el año 2000 los países han reducido drásticamente el número de casos y defunciones, en años recientes se ha producido un estancamiento y el paludismo avanza, de forma preocupante, en algunos sitios.
El parásito responsable de la malaria pertenece al género Plasmodium, un protozoo del que se contabilizan más de 120 especies. De estas, cinco parasitan a los seres humanos, que son considerados hospedadores intermediarios y donde los parásitos realizan la reproducción asexual o ciclo esquizogónico. El hospedador definitivo lo constituyen las hembras de los mosquitos de determinadas especies, que ingieren sangre de diferentes animales como primates, roedores, pájaros y reptiles.
Esta adaptación a diferentes hospedadores, con distintas rutas bioquímicas y sistemas enzimáticos es un éxito adaptativo y evolutivo para el tándem parásito-vector. Un fenómeno apasionante desde el punto de vista biológico que supone un enorme problema que ha complicado mucho el control de la enfermedad.
La larga lucha por encontrar una vacuna
La historia de la búsqueda de una vacuna para la malaria está llena de aciertos y errores. El parásito es un organismo muy complejo, con un ciclo biológico complicado que incluye un paso por dos hospedadores filogenéticamente muy diferentes.
Sus tratamientos han llevado un desarrollo dinámico desde el descubrimiento de la quinina en el siglo XIX. Bernardino Antonio Gomes, de la Real Academia das Ciencias de Lisboa, describió el principio que amarga a las quinas, responsable de la actividad febrífuga que denominó “cinchonio” y que fue sintetizada por Pelletier y Caventoux. Sin embargo, la búsqueda de fármacos antimaláricos ha estado siempre muy asociada al desarrollo militar.
En paralelo a la búsqueda de fármacos antipalúdicos, y con el desarrollo de vacunas para otros organismos, parecía necesario tentar el camino hacia la búsqueda de una posible vacuna frente al parásito de la malaria. De los múltiples intentos destacan dos por su relevancia: la vacuna SPf66, de Manuel Elkin Patarroyo, y la RTS, S/AS01 (con su nuevo adyuvante AS02) de Glaxo-SmithKline (GSK), validada por Pedro Alonso.
En la década de los 90 se abrió una esperanza con el desarrollo de la SPf66, una vacuna de subunidad sintética o recombinante. Se trata de un “cóctel antigénico”, con las proteínas necesarias para la supervivencia del parásito (aquellas con bajas tasas de mutación y epítopos conservados), capaz de reducir la malaria grave y complicada y la mortalidad relacionada.
Denominada como “vacuna colombiana”, mostró una eficacia protectora que oscilaba entre el 38,8 % y el 60,2 % contra la malaria causada por Plasmodium falciparum. Finalmente, después de posteriores evaluaciones clínicas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) la catalogó como inactiva.
Con el nuevo milenio llegó una candidata a vacuna preeritrocítica, generada por la Glaxo-Smithkline en 1987 con un nuevo adyuvante. Esta recibió el nombre de RTS, S/AS02, y estaba basada en el antígeno de superficie del circumsporozoito de Plasmodium falciparum. Demostró tener efectividad en fase 2 en niños mozambiqueños de 1 a 4 años contra el riesgo de paludismo clínico del 35,3 % y contra el paludismo grave del 48,6 %.
Comercializada como Mosquirix, tras décadas de desarrollo clínico, ha sido la primera vacuna contra la malaria que se probó en ensayos clínicos de fase 3. En el año 2019 tres países (Ghana, Kenia y Malaui) la introdujeron en un programa coordinado por la OMS. Hasta octubre de 2020 casi medio millón de niños la recibió en áreas donde estos tienen un alto riesgo de enfermedad y muerte por paludismo, que la vacuna logró reducir en un 40 %.
La importancia de combinar medidas
Mientras la OMS, la Alianza para la Vacunación (GAVI) y otros grupos sopesaban el riesgo-beneficio, la rentabilidad y las cuestiones prácticas de la capacidad de implementación de la vacuna en entornos con recursos limitados, es preciso emplear las medidas de prevención en la lucha contra los vectores que sabemos que funcionan. Es decir, las mosquiteras tratadas con insecticida y el rociado intradomiciliario, el tratamiento con sulfadoxina-pirimetamina en mujeres embarazadas y la quimio-prevención estacional en niños.
Uno de los problemas que puede hacer subir el número de muertes y que requiere una atención especial es el difícil acceso a los tratamientos antipalúdicos, así como la interrupción de los tratamientos ya iniciados.
El día 6 de octubre pasado la Organización Mundial de la Salud recomendó el uso de la primera vacuna contra la malaria (RTS, S/AS02A) para la prevención del paludismo en los niños y niñas que viven en regiones con transmisión de moderada a alta, como es el caso de África subsahariana. La inmunización se llevará a cabo en una pauta de cuatro dosis en niños a partir de los cinco meses de edad.
Cierto que la RTS, S/AS02A tiene una tasa de eficacia baja, pero cuando se combina con otras herramientas contra la malaria dentro del contexto del control integral de esta enfermedad, como todas las que hemos mencionado anteriormente, la eficacia aumenta hasta el 70 %. Por ello la OMS indica que la vacuna podría salvar decenas de miles de vidas al año.
La compañía farmacéutica GSK se ha comprometido a donar hasta diez millones de dosis para su uso en las pruebas piloto, y a suministrar hasta quince millones de dosis al año disponibles a no más del 5 % del coste de producción.
En paralelo se está llevando a cabo una transferencia de tecnología para la producción de antígenos a largo plazo con la compañía india Bharat Biotech, con el fin de garantizar el acceso de las poblaciones que la necesitan a esta nueva vacuna. También se necesita ampliar la capacidad de producción, por lo que estamos ante un gran reto de salud pública en el que se alinean, quizás por primera vez, intereses socioeconómicos, científicos y objetivos políticos internacionales, con el fin de intentar controlar una enfermedad de una alta morbimortalidad que afecta de manera mayoritaria a África subsahariana.
Una esperanza transformada en reto que no podemos dejar pasar, porque incidirá en la mejora de la salud de las poblaciones en relación a la pobreza y por la necesidad de justicia social para aquellas personas que viven en regiones endémicas.
Sobre la autora
Consuelo Giménez Pardo, Profesora de Enfermedades Tropicales y Salud Global de la UAH, Directora del Máster Universitario en Acción Humanitaria Sanitaria, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.