Elizabeth Stern, la patóloga que descubrió las señales que preceden al cáncer de cuello de útero

Vidas científicas

La mayoría de las mujeres de 30 años saben lo que es una citología, un sencillo procedimiento médico por el que se toma una muestra de células del cuello uterino para analizarlas en busca de señales que permitan diagnosticar tempranamente cualquier patología. Este test, también llamado prueba de Papanicolau por el científico que lo desarrolló, tiene especial importancia para detectar precozmente el cáncer de cérvix o cuello de útero, y es en gran medida responsable de un gran descenso en el número de mujeres que fallecen por esta causa, junto con la vacuna contra el virus del papiloma humano.

Elizabeth Stern. Imagen: Janet Williamson.

Pero no fue George Papanicolau el único que jugó un importante papel en este avance. Elizabeth Stern, patóloga americano-canadiense, se especializó en el campo de la citopatología, en el estudio del diagnóstico de enfermedades a partir de las células extraídas del cuerpo. Su trabajo ayudó a identificar el proceso por el que una célula sana pasaba a ser cancerosa y a definir los distintos estados del cáncer de cuello de útero, permitiendo a los médicos interpretar los resultados de las citologías con precisión.

De las células anormales al cáncer de cuello de útero

Elizabeth Stern nació en Ontario, Canadá, en septiembre de 1915 y se graduó en Medicina en la Universidad de Toronto en 1939. Al año siguiente se trasladó a Estados Unidos donde siguió estudiando, especializándose en patología en la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania y el Hospital Buen Samaritano de Los Ángeles. En 1963 obtuvo un puesto de profesora en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de California Los Ángeles (UCLA) y en 1965 fue ascendida a profesora de Epidemiología. Fue en este puesto y en esta época donde hizo su trabajo pionero en el campo de la citopatología y el cáncer de cérvix.

A principios y mediados de los 60, publicó unos cuantos estudios en los que analizaba el riesgo de que la displasia cervical (la aparición de células de aspecto anormal pero que no son invasivas) terminase en el desarrollo de cáncer cervical. En ese momento se desconocía si esas células debían ser tratadas como cancerosas o precancerosas, o si simplemente eran anomalías que terminaban desapareciendo solas, así que Stern quería determinar si la aparición de esas células anormales se correlacionaba con un aumento de los casos de cáncer.

Su trabajo más importante se publicó en 1963. Se trataba de un amplio estudio en el que analizaba las consecuencias de la displasia de células de cuello de útero de más de 10 500 mujeres en el condado de Los Ángeles durante un periodo de 2 años. En él recogía que en el momento de la primera prueba la mayoría de ellas mostraban una morfología celular normal, solo 94 de ellas presentaba una displasia. Dos años después volvieron a realizarse una segunda citología, y en esa segunda ronda se detectaron 13 casos de cáncer cervical, 11 de ellos en el pequeño grupo de pacientes que ya presentaban displasia dos años antes.

A pesar de lo arriesgado que es extraer conclusiones generales de un solo estudio, a partir de estas observaciones se podía establecer que la displasia sí muestra una correlación con un mayor riesgo de cáncer cervical. Stern siguió a las pacientes de este estudio inicial más allá de estos dos años y siguió confirmando que las que habían partido con una displasia tenían más probabilidades de terminar desarrollando un cáncer.

Reconocer y diagnosticar el cáncer de cérvix en todas sus fases

Ese mismo año publicó el que se cree que es el primer caso de estudio en el que se relaciona un virus concreto, el del virus del papiloma humano, con un tipo de cáncer concreto, el de cuello de útero.

Preparado delgado con grupo de células cervicales normales a la izquierda, y células infectadas
con VPH a la derecha. Imagen: Wikimedia Commons.

Observó también que incluso en aquellas pacientes en las que la displasia se solucionaba aparentemente sin más complicaciones había una mayor probabilidad de que desarrollasen otra más adelante y que terminase apareciendo un tumor maligno. De forma que Stern y sus investigaciones ayudaron a definir la displasia como uno de los primeros indicadores de cáncer cervical, si bien existía la posibilidad de que revirtiese y las células recuperasen su morfología normal.

Siguió trabajando sobre estos datos, y también empezó a analizar las células del cuello del útero de pacientes con cánceres en distintas fases de avance. En 1974 publicó con otros compañeros de la UCLA un estudio en el que establecían los distintos estadios del cáncer cervical y aportaban muestras de tejidos de cada uno de ellos, documentando hasta 250 posibles estados y anomalías celulares que se podían encontrar en esta patología. Se trataba de un análisis intensamente detallado que permitía a los médicos evaluar de forma precisa el estado de la enfermedad en sus pacientes.

La píldora anticonceptiva y el riesgo de cáncer

En 1960, la Agencia para los Alimentos y los Medicamentos de Estados Unidos, la FDA por sus siglas en inglés, había aprobado los anticonceptivos orales combinados, la píldora. Su popularidad fue inmediata y en pocos años, millones de mujeres en ese país la tomaban. En ese momento se habían llevado a cabo muy pocos estudios que analizasen los efectos a largo plazo de tomar anticonceptivos orales. Aquella primera versión de la píldora, muy distinta de las que se utilizan hoy, contenía mucha mayor cantidad de estrógenos y su riesgo de efectos secundarios era mucho mayor.

Imagen: Wikimedia Commons.

A finales de los 60, Stern comenzó a estudiar los posibles efectos de tomar anticonceptivos orales sobre el riesgo del cáncer de útero. Utilizó una muestra de 10 000 mujeres que acudían a las clínicas de planificación familiar de la zona de Los Ángeles compuesta por mujeres con displasia y sin displasia que tomaban la píldora, así como otras que no la tomaban. Analizó la morfología celular de las voluntarias durante un periodo de 7 años. Sus resultados se publicaron en la revista Science en 1977 y no dejaban lugar a dudas: las mujeres que tomaban la píldora tenían un riesgo de desarrollar cáncer cervical que multiplicaba por 6 el de las que no la tomaban.

Esto, entre otras cosas, sirvió para asentar la idea de que estos primeros anticonceptivos orales no eran seguros. Años después fueron retirados del mercado, introduciendo en su lugar otra versión con cantidades de hormonas mucho más bajas y que tienen muchos menos efectos secundarios, entre ellos un riesgo mucho menor de cáncer de cuello de útero y cáncer de ovarios.

Clínicas temporales que se hicieron permanentes

Además de la salud de las mujeres en general, Stern sentía inclinación por trabajos que ayudasen a mejorar la salud de aquellas que vivían en comunidades con menos recursos. En 1977 publicó un estudio en el que demostraba que los índices de cáncer de cuello de útero eran más altos en las zonas con ingresos medios más bajos, predominantemente en las poblaciones negra e hispana. Quería promover medidas que alcanzasen a esas mujeres y les proporcionasen la atención médica que necesitaban. Lanzó un proyecto piloto en el que se abrieron centros médicos gratuitos temporales en esas comunidades e implementó transporte y cuidado de menores gratuitos para favorecer que las mujeres acudiesen. También formaron a personas con conocimientos sanitarios de esas mismas comunidades para que atendiesen a las pacientes.

Realizó observaciones sobre distintos aspectos de estas iniciativas y en 1979 publicó sus resultados, que incidían en la necesidad de flexibilidad que tenían las mujeres en el acceso a los servicios médicos, en las horas de las citas y en su ubicación. También subrayaba la necesidad de que las citologías fueran realizadas exclusivamente por parte de enfermeras y doctoras: la mayoría de las mujeres lo preferían así y muchas solo aceptaban realizarse el test tras saber que sería efectuado por otra mujer.

Las clínicas que habían nacido con un objetivo temporal quedaron finalmente implementadas en esas zonas. Stern falleció en 1980 a causa de un cáncer de estómago (siguió dando clases en la universidad e investigando mientras se sometía a quimioterapia), pero décadas después el Departamento de Salud del condado de Los Ángeles seguía teniendo una división de atención gratuita o de bajo coste para la salud de las mujeres.

Tras su muerte, sus colegas publicaron un obituario en el que lamentaban su pérdida y alababan su perspectiva humanista de la ciencia “siempre dispuesta a considerar otros puntos de vista y alternativas sin descartar los suyos a la ligera. Era lenta para juzgar a sus colegas pero rápida para apreciar buenas cualidades en cualquier individuo sin importar su posición social”.

Referencias

Sobre la autora

Rocío Benavente (@galatea128) es periodista.

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