Marian Elliot Koshland, la inmunóloga que nos descubrió cómo eran nuestros anticuerpos

Vidas científicas

Si hay una palabra que se escuchó casi cada día durante las primeras semanas de la pandemia de COVID-19 fue ‘anticuerpos’, esas proteínas que forman parte del sistema inmunológico humano y que nos defienden de una amplia gama de microorganismos invasores externos, sean virus o bacterias. Una de las personas que cambió drásticamente el conocimiento que se tenía sobre su fundamental labor fue la bióloga norteamericana Marian Elliot Koshland (1921-1997), Bunny para los allegados, una pionera que se convirtió en una de las grandes investigadoras del siglo XX.

Enmendando a un premio Nobel

Hasta que Marian apareció en la escena científica, en la década de 1950, la explicación sobre la asombrosa adaptabilidad de los anticuerpos para enfrentarse a los microorganismos era la que había dado el premio Nobel Linus Pauling, que sostenía que todos eran una misma proteína y que al acercarse al microbio en cuestión se fijaban en su forma para combatirlo. Y así se creyó hasta que esta joven bacterióloga hizo una presentación oral, ante la Federación de Sociedades Estadounidenses de Biología Experimental, de su minucioso trabajo con conejos. Bunny había detectado diferencias entre los aminoácidos de los anticuerpos, luego no todos eran iguales, en contra de lo que defendía Pauling, y de ahí venía su eficacia.

Marian Elliot Koshland.

Tras su intervención, se cuenta que hubo un gran revuelo. ¿Cómo una mujer casi desconocida podía contradecir al Nobel? Pero Marian no se amilanó y respondiendo pregunta tras pregunta, echó por tierra las reticencias de sus colegas explicando paso a paso los precisos métodos por lo que había llegado a ese resultado. Al final, cuentan que todos se levantaron y le dedicaron una gran ovación. Cuarenta años después, jugaría también un papel vital en la investigación que vincula la genética, la bioquímica y la inmunología.

Marian Elliot había nacido un 25 de octubre de 1921 en New Haven, Connecticut (Estados Unidos), de Margrethe Schimidt, una maestra de origen danés, y Walter Elliott, vendedor de herramientas de los baptistas del sur. Su estricto progenitor no se oponía al castigo corporal y tenía fuertes prejuicios raciales.

¿Golpes de suerte?

«La pura suerte me hizo ser inmunóloga», diría esta mujer de sobresaliente inteligencia décadas después, aunque fue una suerte no exenta de drama familiar.

Tan sólo tenía cuatro años cuando su hermano contrajo fiebres tifoideas, por lo que Bunny tuvo que irse a vivir con unas jóvenes vecinas que se tomaron muy en serio su educación. Como consecuencia de la enfermedad, el sistema inmune de su hermano quedó muy debilitado, así que, para evitarle infecciones, Marian tuvo que pasar un año de cuarentena en casa bajo la estricta formación de su padre. «Cuando finalmente me permitieron ir a la escuela –recordaría– estaba claro que la tutoría de las vecinas y de mi padre me había puesto por delante de mis contemporáneos, una seguridad que sirvió para apoyar mi convicción de que estudiar era la única cosa en la que era buena

El segundo golpe de suerte lo tuvo en la escuela secundaria, donde se hizo amiga de tres niños judíos, con un ambiente familiar más culto que el suyo, que la desafiaban a aumentar sus conocimientos. En plena depresión económica de la década de 1930, con ellos iba al teatro y a la ópera, pero también a explorar lugares como Chinatown. «Si ellos hacían electrónica, yo también; si sacaban una buena nota, yo también; y si cogían una serpiente constrictor de un metro, también tenía que hacerlo yo», señalaría en un texto autobiográfico. Mientras, la ambición de su padre era que se convirtiera en una ‘dama’, es decir, una buena ama de casa, sus amigos la estimulaban intelectualmente. «Así, escapé de las presiones habituales para ser una niña».

Como quería estudiar y su familia no tenía dinero para enviarla lejos, eligió el Vassar College, una universidad privada situada en el pueblo neoyorquino de Poughkeepsie, donde le dijeron que podría obtener una beca. Para pagarse sus gastos, trabajaba de secretaria. Y ahí llegó su tercera circunstancia afortunada: en su segundo año allí, llegó la profesora Catherine Dean, especializada en inmunología, y la despertó el gusanillo por la investigación de esos anticuerpos capaces de enfrentase a los patógenos, que se convertirían en el centro de su carrera.

Pero Vassar no era lugar para ella, así que una noche se cogió un autobús para Chicago, donde se matriculó en Medicina en su universidad. Más tarde, se especializaría en bacteriología. Precisamente, la Universidad de Chicago, durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en un centro de investigación para el control de enfermedades en las tropas, además de participar del desarrollo de la bomba atómica. De hecho, durante sus estudios, trabajó con el equipo que investigaba una vacuna oral que protegiera a las tropas en el Lejano Oriente contra el cólera, un grupo que hizo hallazgos importantes sobre los anticuerpos que sirvieron más adelante en el desarrollo de la vacuna oral contra la poliomielitis.

Boda con el heredero de los Levi Strauss

Marian Koshland.

En Chicago, donde se licenció en 1943, conoció Daniel E. Koshland Jr., que además de bioquímico era heredero de la fortuna de Levi Strauss, los creadores de los primeros pantalones vaqueros a finales del silo XIX. Con Daniel, en 1945, pasaría un año en Tennessee investigando los efectos virológicos de la radiación generada por las armas nucleares, dentro del llamado Proyecto Manhatttan. Al año siguiente se casaron y decidieron regresar a Chicago, donde ella se doctoró en Inmunología tres años más tarde. Tenía 28 años.

Hay un testimonio que pone en contexto lo complicado que era entonces para una mujer como Bunny seguir una carrera académica, pese a su previo trabajo científico. Su cuñada contaría cómo su profesor no quería darle el doctorado porque por entonces estaba embarazada y pensó que lo iba a desperdiciar al dedicarse a su nuevo hijo.

Cinco hijos y un destino

Tras pasar dos años en Boston, con una beca postdoctoral, a comienzos de los años 50 la pareja de científicos encontró trabajo en el Laboratorio Nacional de Brookhaven, en Upton (Nueva York), donde durante 13 años Marian se dedicó a la investigación que más le interesaba. Pero algo ocurrió. «Hasta ese momento había procedido con una ruta que era habitual: matrimonio, escuela de posgrado, dos hijos, posdoctorado… y había asumido, alegremente, que tendría una dedicación completa a mi carrera, pero surgió una complicación inesperada, como fue la llegada de gemelos, lo que significó que su familia de repente la formaban cuatro niños menores de cinco años. Y le surgieron dudas: ¿Podía ser buena madre y buena inmunóloga a la vez? Afortunadamente, cuando ya había optado dedicarse en exclusiva a la maternidad, Daniel la convenció de que no podía abandonar sus investigaciones, de que, aunque se dedicara a tiempo parcial a la ciencia, podría hacer cosas más grandes que otros a tiempo completo si era arriesgada en sus trabajos. Y le hizo caso.

La diversidad de nuestros anticuerpos

Precisamente, fue estando en Upton cuando Marian presentó en la conferencia sus exhaustivas investigaciones sobre la diversidad de los anticuerpos, desmontando así lo que se creían certezas. En la década de 1960 siguió en esa línea, averiguando qué aminoácidos los componían y cuáles eran sus diferencias.

Cuando a Daniel, conocido por sus trabajos en biología molecular, le ofrecieron un puesto en la Universidad de California (Berkeley), pese a que la familia estaba muy asentada en el pequeño pueblo donde vivían, decidieron no dejar pasar esa oportunidad. Bunny también consiguió, no sin reticencias de algunos, plaza como investigadora a tiempo parcial en la misma universidad en 1965, si bien hasta 1970 no logró la plaza a tiempo completo.

El reconocimiento a sus investigaciones le llegaría más tarde. Entre 1982 y 1989 fue presidenta del Departamento de Microbiología e Inmunología en Berkeley. También formo parte de la junta de la National Science Foundation y ganó el premio inaugural a la Excelencia en Ciencias de la Federación de Sociedades Estadounidenses de Biología Experimental, además de ser honrada por el Comité de la American Association of Inmunologists para el Estatus de la Mujer en la Ciencia.

El rigor, por bandera

Marian Elliot Koshland nunca dejó de aprender. Casi al final de su carrera, comprendió el poder que tenían las investigaciones sobre el ADN y pidió un año sabático para trabajar en el laboratorio de David Baltimore y conocer nuevas técnicas genéticas que luego llevó a su laboratorio, como la clonación, para usarlas en sus experimentos con anticuerpos. Quienes trabajaron con ella, destacaban su afán por ser meticulosa hasta el extremo, lo que retrasaba la publicación de sus resultados y le generaba algunos problemas con miembros de su equipo.

Bunny falleció el 28 de octubre de 1997 de cáncer de pulmón. Para que su nombre no fuera olvidado, su marido promovió el Museo de la Ciencia Marian Koshland, en Washington, que estuvo abierto, dedicado a la ciencia, entre 2004 y 2017. También se creó un centro de investigación que lleva su nombre en Haverford College, universidad donde estudiaron dos de sus hijos, Catherine y Douglas, que también son científicos.

Museo de la Ciencia Marian Koshland.

Cuando se refería a su vida, prefería hablar de la suerte que tuvo de tener buenos amigos en su infancia, encontrar profesoras que estimularon su curiosidad y creatividad y contar con el apoyo en su pareja, pero también reconocía que se topó con trabas que no había encontrado su esposo. Ahí estaba el profesor de Chicago que le reconoció que era buena estudiante pero que como era mujer no llegaría a tener un contrato; el jefe de un departamento que dijo que nunca contrataría a la esposa de nadie, ni de un conserje, animándola a buscar otro trabajo; o los colegas inmunólogos que, tras sus presentaciones, sin prueba alguna, aseguraban que sus datos no podían reproducirse, retrasando el reconocimiento de sus hallazgos. Para compensar estos ‘tics’, aún presentes en ciertas esferas científicas, recibió apoyos de compañeros y superiores varones que le prestaron dinero para comprar lo que necesitaba para sus trabajos y la animaron a seguir adelante. Al final, nos ofreció la verdadera explicación de cómo mantenemos a raya a nuestros visitantes más indeseables, algo muy útil para hacerles frente.

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Sobre la autora

Rosa M. Tristán es periodista especializada en la divulgación científica y ambiental desde hace más de 20 años. Colabora de forma habitual en diferentes medios de prensa y radio de difusión nacional.

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