Tengo la suerte de tener en mi biblioteca, firmado por el autor, el libro «The same and not the same» publicado en 1995 por el Premio Nobel de Química 1981 Roalf Hoffmann. Es, por supuesto, un libro sobre la Química pero cubriendo un amplio abanico de sus facetas incluyendo la sociología, la ética, la psicología y la filosofía de esta rama de la Ciencia, en un intento (creo que fructífero) de atraer hacia ella tanto a químicos como no químicos. El título del libro resume la idea conductora del mismo que el autor bautiza como las tensiones inherentes a la Química. Tensiones que se concretan en la polaridad de muchos de sus aspectos (natural o sintético, beneficioso o perjudicial, descubrimiento o creación, la realidad o idealidad de los símbolos que los químicos empleamos o la pelea entre subjetividad/objetividad a la hora de evaluar los riesgos de su uso).
Pero quizás la más relevante, y de ahí el título, tiene que ver con las sutiles diferencias que existen entre algunos elementos y compuestos químicos y que, sin embargo, pueden hacer que se comporten de formas muy diferentes. Hoffmann ilustra esta tensión con una cita del libro de Primo Levi «El sistema periódico«, en el que el autor y químico turinés relata un incidente en el que se vio envuelto cuando, en un intento de purificar benceno por destilación, en tiempos de absoluta carencia de medios, decidió utilizar potasio en lugar de sodio para eliminar los últimos rastros de humedad de su benceno. Aquello acabó como el rosario de la aurora, con el pequeño laboratorio lleno de humo y Levi con alguna que otra quemadura.
Levi termina el relato de sus desgracias diciendo que «la moral militante del químico debiera ser la de desconfiar del casi-igual (el sodio es casi igual al potasio, pero con el sodio no me hubiera ocurrido nada), de lo prácticamente idéntico, del poco más o menos, de todos los sucedáneos y de todos los remiendos. Las diferencias pueden ser pequeñas, pero llevan a consecuencias radicalmente distintas, como el cambio de agujas en el rumbo de un tren. El oficio del químico consiste en gran parte en defenderse de estas diferencias, en conocerlas de cerca, en prever las consecuencias”. Oficio que, apostilla, no solo debiera afectar al químico.
Pues nada de eso debieron tener en cuenta los principales intervinientes y acusados en el trágico asunto de la talidomida, entre los que, dicho sea de paso, sólo había un químico, aunque la citada tragedia se conceptúe muchas veces como un desastre químico cuando, siendo justos, habría que conceptuarla como desastre médico/comercial.
La talidomida, desde el punto de vista químico, es una molécula no muy distinta a relajantes como el valium (diazepam) o el veronal (barbital), introducidos a principios de los 50, después de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que irrumpieron con fuerza los primeros medicamentos sedantes y tranquilizantes. Por esa razón cuando la talidomida fue sintetizada en el pequeño Departamento de I+D de una también pequeña industria alemana (Chemie Grunenthal) en 1954, se pensó inmediatamente en su comercialización como tratamiento de los habituales vómitos matutinos de las gestantes durante los primeros meses de embarazo.
Sin embargo, las pruebas realizadas con ella, no tuvieron todo el rigor que debieran o, lo que es más probable y luego veremos, no eran todavía los tiempos de tamaño rigor. El caso es que no se tuvo en cuenta su carácter teratógeno o, lo que es lo mismo, su capacidad de causar daños a un embrión en crecimiento. El resultado fue la aparición de 10.000 casos de focomelia, que se manifiesta en la ausencia o mal desarrollo de las extremidades. Yo que conozco la historia de la talidomida desde hace tiempo, siempre me ha impresionado ver cantar a un icono de esa tragedia, el bajo-barítono alemán Thomas Quasthoff, nacido en 1959 con ese problema, debido al tratamiento de talidomida seguido por su madre durante el embarazo. En este vídeo se le puede ver cantando el conocido lieder Gute Nacht del ciclo de Schubert Winterreise (Viaje de invierno) con Daniel Barenboim al piano. Quasthoff es un ejemplo de cómo el tesón puede vencer casi todas las incapacidades pero, desgraciadamente, ese no fue el caso de los miles de bebés afectados por el desastre.
La mayoría de los casos se dieron en Europa, porque en USA los fabricantes se encontraron con una joven científica canadiense, Frances Kelsey, que es la que, con muchos años más, veis en la foto que encabeza esta entrada. Es probable que la mayoría de mis lectores no hayan nunca oído hablar de ella, así que es tiempo de hacerlo porque la Kelsey tiene ya 101 años, aunque nadie lo diría con la vivacidad con la que se manifiesta en esta entrevista, celebrada el año pasado con ocasión de su entrada en el club de los centenarios. Tiene la misma mirada resuelta de la de la joven que se opuso con firmeza a la introducción en Estados Unidos, por parte de Richardson-Merrel Pharmaceuticals, de un medicamento con el nombre Kevadon, la misma talidomida que Chemie Grunenthal había introducido en Europa.
Kelsey había empezado a trabajar para la FDA (Food and Drug Administration) en 1960 y para tener una idea de cómo andaban las cosas entonces, hay que contar que ella era una de las seis únicas personas que visaban todas las solicitudes de aprobación de medicamentos en esa Agencia en esos años. Para tomar decisiones de aprobar o no un medicamento, Kelsey solo tenía en la mano la llamada Food, Drug and Cosmetic Act de 1938 que requería de las compañías el demostrar que los productos que ponían en el mercado no implicaban daño alguno para los usuarios. Pero tenían la prerrogativa de empezar a distribuirlos si a los 60 días la FDA no contestaba, lo que solía ser corriente. Y de suministrar a los médicos, incluso antes, muestras con “fines de investigación”, algo que ya había hecho Richardson-Merrel Pharmaceuticals con el Kevadon, aunque a pequeña escala.
Pero Kelsey no dio el OK y solicitó reiteradamente más información a la farmacéutica que hizo todo lo que pudo para torpedear la investigación, desacreditar a la joven investigadora e, incluso, tratar de comprarla. Es difícil saber en qué hubiera quedado la cosa si en Europa no hubieran empezado a aflorar, de forma rápida, miles de casos de niños muertos o nacidos con graves defectos, hijos de madres tratadas con el pretendidamente inocuo medicamento. Pero esas noticias fueron determinantes para que la FDA asumiera el informe de la Kelsey y se prohibiera la circulación del Kevadon. Aún y así, algunas de las muestras “para investigación” se habían distribuido entre pacientes de los ginecólogos y se contabilizaron unos cincuenta casos americanos en el drama.
Las graves noticias desde Europa fueron también el catalizador de un cambio sustancial en las leyes americanas sobre seguridad de fármacos. El senador demócrata por Tennessee, Estes Kefauver, llevaba años peleando para endurecer esa normativa frente al lobby farmacéutico que había torpedeado cualquier progreso. Pero sus posiciones se vieron fortalecidas cuando, en julio de 1962, el Washington post publicó en su portada un extenso artículo titulado “Una heroína de la FDA deja fuera del mercado a un medicamento peligroso”, en el que se contaba, con pelos y señales, el origen del problema en Europa y como nuestra Frances había conseguido parar la irrupción del fármaco en EEUU.
El Congreso aprobó enseguida la llamada Enmienda Kefauver-Harris que daba autoridad a la FDA para obligar a las farmacéuticas a demostrar que sus productos no solo eran inocuos para la salud sino también efectivos para el tratamiento previsto. Y, además, con la prohibición absoluta de distribuirlos hasta que no fueran aprobados por dicha Agencia.
Desde entonces, la Kelsey ha estado en la mente de muchos americanos y canadienses como ejemplo de funcionario pertinaz e incombustible. De hecho, en una encuesta Gallup de hace años, aparecía como una de las diez mujeres más admiradas del mundo. Por ese coraje, el Presidente Kennedy le concedió en 1961 una de las primeras medallas a los Servicios Civiles Distinguidos.
La historia se puede cerrar con el título del libro de Hoffmann con el que hemos empezado la entrada. Hoy sabemos que la talidomida, en virtud de su estructura, es lo que los químicos llamamos una molécula quiral. Sin entrar en excesivos tecnicismos diremos que ese concepto es algo parecido a lo que se da en nuestras propias manos. En principio idénticas, nunca podemos superponer la una sobre la otra porque, en realidad, una es una imagen especular (en un espejo) de la otra. Pues lo mismo pasó con la talidomida. En el medicamento de la Chemie Grunenthal había en realidad dos moléculas distintas o enantiómeros, aunque ambas tenían el mismo número de átomos (trece de carbono, diez de hidrógeno, dos de nitrógeno y cuatro de oxígeno, C13H10N2O4). La sutil diferencia de ser una la imagen especular de la otra ocasiona que una tenga efectos teratógenos y la otra no.
Nota (de la editora)
Frances Kelsey falleció el 7 de agosto de 2015.
Sobre el autor
Juan J. Iruin es Catedrático de Química Física en la Facultad de Química de la UPV/EHU en San Sebastián. Desde 2006 mantiene el Blog del Búho, sobre diversos aspectos de la Química en nuestra vida cotidiana.
2 comentarios
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