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Sin ellos, por ejemplo, no sería posible el aspecto desgastado de los vaqueros que están tan de moda. Esta técnica, conocida como biostoning, emplea enzimas que destruyen las fibras del vaquero de forma suave y controlada. De este modo, se consigue el efecto desgastado sin recurrir al tradicional “lavado a la piedra”, mucho más ineficiente y contaminante.
La primera enzima aislada con este objetivo se descubrió en el moho Trichoderma reesei, lo que marcó un antes y un después en la industria textil.
Sin embargo, cuando escuchamos la palabra moho, solemos pensar en los hongos que estropean nuestros alimentos o invaden los rincones más húmedos de nuestras casas. A menudo, ignoramos que también han demostrado ser unos aliados excepcionales en la producción de alimentos y compuestos químicos de alto valor.
“Fábricas” de enzimas
Los hongos filamentosos, que son los que forman el moho, se encuentran en prácticamente cualquier ambiente, siendo fácilmente reconocibles por su aspecto algodonoso cuando crecen, por ejemplo, sobre alimentos en descomposición.
En la naturaleza, desempeñan un papel clave como recicladores. Esto lo consiguen gracias a la liberación de enzimas: “tijeras” moleculares capaces de descomponer los restos vegetales en nutrientes esenciales que enriquecen el suelo. Sin ellos, la biomasa se acumularía, alterando el equilibrio de los ecosistemas.
De hecho, las enzimas fúngicas han revolucionado la industria. Su extraordinaria capacidad de acelerar reacciones químicas las ha convertido en grandes aliadas en sectores tan diversos como la producción de fármacos, alimentos o detergentes. Mientras, en el mundo de la moda, permiten blanquear tejidos, eliminar grasas y suavizar las telas, reemplazando químicos agresivos.
Prometedores biocombustibles
Muchos mohos capaces de descomponer biomasa vegetal compleja, como la madera, son candidatos prometedores para la producción de nuevos biocombustibles.
Para lograrlo, los científicos investigan la combinación de hongos y enzimas microbianas capaces de descomponer residuos agrícolas, urbanos o forestales, como restos de poda, cáscaras o tallos, en azúcares fermentables que pueden transformarse en bioetanol.
Esto no solo permite obtener nuevas fuentes de energía que sustituyan a los combustibles fósiles, sino que da valor a las millones de toneladas de residuos derivados de la actividad humana.
El secreto detrás del sake
Hace más de 9000 años, mucho antes de que se descubriera la existencia de los microorganismos, en la antigua China ya se producían bebidas alcohólicas fermentadas con mohos y levaduras. Prueba de ello se encontró en el asentamiento neolítico de Jiahu, donde hallaron vasijas que contenían restos de un brebaje fermentado de arroz, precursor de icónicas bebidas asiáticas como el sake o el huangjiu.
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El hongo koji (Aspergillus oryzae) es el protagonista detrás de estas fermentaciones. Su metabolismo le permite producir gran cantidad de enzimas que rompen las grasas, los azúcares y las proteínas de los cereales en moléculas más simples, potenciando sus aromas y sabores.
Entre estos sabores, destaca el umami, asociado a la liberación del ácido L-glutámico contenido en las proteínas del arroz, la soja o el salvado de trigo.
De hecho, las fermentaciones con este hongo se extienden a infinidad de preparaciones asiáticas, incluyendo la salsa de soja o el famoso miso, una pasta aromatizada a base de semillas de soja y sal fermentada con koji.
Curiosamente, fuera de la cultura asiática los mohos también están presentes en la fermentación de unos vinos muy apreciados, los “botritizados”. Estos deben su exquisito dulzor al hongo Botrytis cinerea. Aunque este moho es un patógeno de la vid, en condiciones controladas provoca una “podredumbre noble” que deshidrata las uvas sin echarlas a perder. Como resultado, se concentran los azúcares y los compuestos aromáticos de la uva, resultando en vinos muy dulces y aromáticos.
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El curioso caso del ácido cítrico industrial
El ácido cítrico es un compuesto esencial en nuestra vida diaria. Se encuentra de forma natural en frutas como los limones y, gracias a su acidez y capacidad antioxidante, se ha convertido en uno de los ingredientes estrella de bebidas y alimentos (aditivo E-330), detergentes e, incluso, productos cosméticos.
Su producción industrial se remonta a 1784, cuando el químico Carl Scheele logró aislarlo del jugo de limón. Durante años, los cítricos fueron la única fuente de este compuesto, pero el proceso resultaba sumamente costoso e ineficiente.
En 1893, el botánico alemán Carl Wemher descubrió que un hongo del género Penicillium podía sintetizar ácido cítrico a partir de azúcar. Sin embargo, no fue hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando la exportación de cítricos italianos se vio enormemente obstaculizada, que la producción de ácido cítrico mediante fermentación con microorganismos cobró un verdadero impulso.
En 1917, los americanos James Currie y Jasper Kane, químicos de Pfizer, desarrollaron un método para producir ácido cítrico a partir del cultivo del moho Aspergillus niger, capaz de generarlo en medios líquidos ricos en azúcares como la sacarosa.
De hecho, estos mismos tanques de fermentación fueron adaptados años más tarde para conseguir fabricar a gran escala la penicilina, el antibiótico producido por el moho Penicillium chrysogenum que salvó millones de vidas en la Segunda Guerra Mundial.
Biotecnología de hongos
Sea como sea, muchos tipos de hongos han demostrado ser herramientas poderosas en la biotecnología, permitiendo desde la producción optimizada de compuestos como el ácido cítrico hasta el desarrollo de nuevos procesos fermentativos.
Ahora, nuevas tecnologías como la ingeniería genética y la biología sintética nos permiten potenciar sus capacidades metabólicas, mejorando su eficiencia en la producción de alimentos, fármacos o bioplásticos. Gracias a estos avances, la biotecnología sigue abriendo camino a soluciones cada vez más sostenibles e innovadoras en todos los ámbitos de nuestro día a día.
Sobre la autora
Carolina Ropero Pérez, Biotecnóloga en el Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos, Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos (IATA -CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.