Ursula Bailey Marvin ya se quedaba fascinada con las rocas y montañas que veía desde su casa natal, en un pueblo de Vermont (Estados Unidos), cuando era una cría, pero no podía imaginar que un día tendría entre las manos piedras de la Luna. Esta geóloga, que abrió puertas a las que vendrían después, fue también una gran aventurera. Fue pionera al viajar a la Antártida en busca de meteoritos, pero también al irse a buscar minerales por las selvas de Brasil o de Angola con su esposo. En 1986, la Sociedad Geológica de Estados Unidos le otorgó el Premio de Historia de la Geología e incluso tiene a su nombre un pico antártico, el nunatak Marvin, y un asteroide.
Tan fascinante trayectoria, comenzó el día que nació en 1921. Desde muy joven acompañaba a su padre, entomólogo, por los campos cuando salía en busca de vida, pero a ella más que los insectos le atraían las rocas. Ya en Secundaria estudió algunos cursos de ciencia y luego fue a la Universidad de Tufts (Massachusetts) para matricularse en Biología. Pero se aburría. «Me sorprendió cómo las horas en un laboratorio de biología me parecían interminables, cuando una vez que entré en el laboratorio de geología, el tiempo se me pasó muy rápido», señalaría después. Sin embargo, no le sería fácil virar el rumbo.
No sabía aquel docente que aquella joven tenía muy claro lo que quería, así que tras el paso por Tufts, se fue a Radcliffe para obtener un máster en Geología y luego se matriculó para el doctorado en Harvard. Aún se recuerda que cuando el Club de Geología de Harvard, tras la Segunda Guerra Mundial, quiso reanudar su tradición de ser exclusivamente masculino y Ursula y sus pocas compañeras hicieron causa común para que nadie les impidiera el paso. Tras algunas negociaciones, se les permitió que la primera reunión del año fuera una «Noche de mujeres». Ursula aprovechó entonces que el tesorero del club reclamaba las cuotas impagadas para ser la primera en abonarla. Y ya no hubo marcha atrás. Tuvieron que aceptar que las geólogas tenían derecho a tener su espacio.
Fue en Harvard donde conoció al que sería su marido, Thomas C. Marvin, también geólogo. Se casaron en 1952. Poco después les contrató la compañía Union Carbide Corporation para buscar manganeso en la Angola portuguesa y en Brasil, un mineral necesario para las baterías. Por allí estuvieron localizando yacimientos en lugares casi inaccesibles hasta que ella regresó en 1958 a Massachusetts para seguir con su doctorado.
Al poco de volver, Fred Whipple, director del Observatorio Astrofísico Smithsonian (SAO, por sus siglas en inglés), le ofreció trabajar en esta institución, donde entraría en plantilla en 1961. Eran los tiempos del lanzamiento de los primeros satélites artificiales –el primer Spuknik salió al espacio en 1957–, unos artefactos que permitían trabajar desde el espacio sobre la geodesia del planeta y analizar asuntos como la deriva continental, tema del que Ursula escribiría un libro.
A finales de la década de 1960, la NASA contactó con un grupo de investigadores, entre los que se encontraba Ursula, para que estudiaran las muestras lunares que iban a recoger los astronautas de las misiones Apolo. Había comenzado la carrera espacial en plena Guerra Fría. Gracias a una de las propuestas de la geóloga, el equipo de su centro consiguió permiso para analizar fragmentos de un regolito –pequeña muestra de uno o dos milímetros– que habían recogido Neil Amstrong y Buzz Aldrin en el primer alunizaje, con el Apolo 11. Descubrieron que contenía mucha anortosita blanca, una roca de magma solidificado que es poco común en la Tierra y que debía proceder de una Luna temprana, cuando su interior estaba aún derretido. Hasta 1996, Ursula seguiría investigando en esas piedras extraterrestres que con tanto esmero recogieron en diferentes misiones viajeros espaciales como Charles Duke, que aún hoy recuerda aquellas pioneras aventuras en el internacional y científico Starmus Festival.
También por aquellos años, investigadores japoneses encontraron meteoritos en la Antártida, ese misterioso continente que aún era objetivo de exploradores como Ernst Shakleton el año que ella había nacido. Fascinada por esos hallazgos, no dudó en apuntarse al programa de la Fundación Nacional de Ciencias de William Cassidy para ir a buscar al hielo esas rocas estelares. De hecho, fue la primera mujer de Estados Unidos en formar parte de un equipo de investigación antártico.
Allí pasaría dos temporadas (la del verano austral 1978-1979 y la del 1981-1982), en tiempos en los que escaseaban las comodidades en tierras polares. Como sus compañeros, dormía en tienda de campaña sobre el hielo y cada día, con una moto de nieve, iba en busca de meteoritos negros sobre el blanco inmaculado. Aquello terminó cuando en una salida resbaló en el hielo y se rompió una pierna, lo que la obligó a volver a la civilización y plantearse el riesgo de nuevos viajes. Antes, ya había encontrado meteoritos diferentes a cualquiera conocido y hasta un pico que lleva su nombre. Más tarde, la Unión Astronómica Internacional también nombraría al asteroide 4309 como Marvin. Ella aún volvería a la Antártida en 1985, con el fin de buscar evidencias del impacto del meteorito que pudo extinguir los dinosaurios hace 65 millones de años. No lo encontró.
Ursula B. Marvin escribió, o fue coautora, de más de 160 artículos de investigación. Además de sus trabajos sobre meteoritos y rocas lunares, participó en el mapeo geológico de Ganimedes, el satélite más grande de Júpiter.
En sus últimos años, su interés por la historia de la ciencia fue creciendo, como lo demuestra el libro que escribió sobre la deriva continental y varios artículos sobre la historia del conocimiento de los meteoritos y los procesos de impacto.
A este colosal trabajo científico, sumó su militancia tranquila y contumaz en el feminismo científico. En 1974, fue nombrada como la primera coordinadora del Programa Federal de Mujeres en SAO, que ahora se llama Programa de Mujeres. Dos años después, fue coautora del artículo titulado «Profesionalismo entre mujeres y hombres en las geociencias», en el que se identificaban los cinco obstáculos, además de la falta de referentes, para que las investigadoras triunfasen en la ciencia. Además, anualmente hacía listados de todas las que trabajaban en geociencias para ponerlas en valor y alentaba a las jóvenes a seguir carreras científicas. Para finales de siglo XX, reconocería que el panorama había mejorado mucho desde los tiempos en los que ni siquiera les dejaban entrar en la Biblioteca Widener porque no podían estar allí solas.
Ursula B. Marvin era consciente de que, sin tirar la toalla, al final se logran cambios. En su caso, incluso el profesor que no le permitió cambiar de carrera cuando era joven acabó reconociendo su tremendo error: «Años más tarde, me invitó a enseñar en Tufts y, a menudo, les decía a los demás lo orgulloso que estaba de mí», diría.
En 1998 se jubiló del Observatorio Astrofísico Smithsonian. Su esposo, Tom Marvin, murió en 2012 y ella pasó los últimos años en una residencia para personas mayores en Concord, Massachusetts. Falleció en 2018, a los 96 años. Pero su legado ha quedado para la historia del conocimiento humano.
Referencias
- J. Wood, Ursula B. Marvin (1921–2018), EOS, 10 julio 2018
- Dr. Ursula Marvin, Geologist Emeritus, Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics
- Tammy L. Peters, Documenting a Geologist’s Adventures, Smithsonian Institution Archives, 11 diciembre 2012
- Leila McNeill, The Rockstar Geologist Who Mapped the Minerals of the Cosmos, Smithsonian Magazine, 30 marzo 2018
- Ursula Marvin, National Schools’ Observatory
Sobre la autora
Rosa M. Tristán es periodista especializada en la divulgación científica y ambiental desde hace más de 20 años. Colabora de forma habitual en diferentes medios de prensa y radio de difusión nacional.