El Premio Nobel de la Paz de 2018 lo concedió la comisión noruega a Denis Mukwege, ginecólogo que cura a mujeres violadas en la República Democrática del Congo, y a Nadia Murad, antigua esclava sexual del estado islámico y ahora activista contra la violencia a mujeres en tiempos de guerra. Estos premios han llevado a las primeras páginas y al público una conducta habitual en la violenta historia de la especie humana y, a menudo, olvidada o, si se quiere, ignorada: la violación como arma de guerra. Además, la ignorancia u ocultación de esta conducta tiene que ver con que, históricamente, la violación se considera una conducta habitual en los hombres en guerra. En general, la violación se ha considerado parte o, quizá, consecuencia de un conflicto, un acto inherente al conflicto, inseparable de éste, inevitable y necesario para alcanzar la victoria. Solo en los últimos tiempos se ve, además, como un apartado integral de la política militar de uno o de varios de los grupos en conflicto. Fue en 1988, en el Estatuto de Roma que inició la Corte Penal Internacional, cuando, entre los delitos perseguidos, apareció, como crimen de lesa humanidad, la violación en el artículo 7g.
Son dos los objetivos estratégicos de la violación en masa como arma de guerra. El primero es el terror sobre la población civil para provocar su huida y dejar el terreno libre de enemigos. El segundo objetivo es degradar y conseguir que no se reconstruya el entorno social después de la humillación y la vergüenza que han sufrido por las violaciones. Así se consiguen espacios vacíos para los vencedores. Por supuesto, además hay matanzas para conseguir los espacios vacíos.
Las consecuencias para las mujeres violadas en la guerra son terribles y, además, duraderas. Kristine Hagen y Sophie Yohani, de la Universidad de Alberta, en Canadá, revisan los traumas provocados por la violación en guerra. Los daños físicos más evidentes aparecen en la vagina, el ano y la garganta. Y, también, huesos rotos a menudo provocados para que la mujer no escape. Hay trasmisión de enfermedades, incluyendo el SIDA, disfunciones sexuales, cambios en la reproducción, carcinoma y varios síntomas somáticos como dolor de espalda, jaqueca, fatiga, cambios en el sueño, dolor crónico en la pelvis, disfunción hormonal, dolores gastrointestinales y trastornos alimentarios. Además, consecuencias psicológicas y psiquiátricas como ansiedad, estrés post traumático, fobias diversas, insomnio, recuerdos recurrentes, pesadillas y depresión.
Las intervenciones para paliar y curar estos daños las han revisado Wietse Tol y su grupo, de la Universidad Johns Hopkins, en un meta-análisis de 5 084 publicaciones de la que seleccionan 189 y, finalmente, siete por su metodología adecuada. Las intervenciones, cuando se dan, que no es a menudo, son beneficiosas para la salud mental de las mujeres violadas. Los autores piden que se organicen más y que estén mejor planificadas, a ser posible en colaboración con ONGs, y que se investigue más sobre los resultados que consiguen.
La violación como arma de guerra es, además, una táctica genocida contra el grupo que se tiene como enemigo y que se quiere eliminar. Ejemplos recientes son las guerras en Yugoslavia o las matanzas en Ruanda o Darfur. Por otra parte, violar y obligar al embarazo implica no solo invadir un entorno físico sino, también, las personas, las familias y los grupos sociales.
El análisis sobre la violación en tiempos de guerra, publicado en 2016, por Nicola Henry, de la Universidad La Trobe de Melbourne, comienza con un catálogo, no exhaustivo, de las violaciones en masa más conocidas del siglo XX: en Bélgica durante la Primera Guerra Mundial; en China, con la conquista de Nanjing en 1937; las mujeres filipinas de Mapanique, en 1944; las alemanas al final de la Segunda Guerra Mundial… Y quedan Armenia y tantos otros lugares como Vietnam, Bangladesh, Uganda, Yugoslavia, Ruanda, Sierra Leona, Timor, Perú, República Democrática del Congo, Darfur, Libia, Irak y Siria, ya en el siglo XXI. Siempre, la base de las violaciones en guerra está en un ejército masculino basado en la desigualdad de géneros previamente dominante en su cultura.
La violación como arma de guerra ha acompañado a la especie humana durante toda su historia conocida. Por ejemplo, en la Biblia, en Zacarías 14:2: “Yo reuniré a todas las naciones en batallas contra Jerusalén. Será tomada la ciudad, las casas serán saqueadas y violadas las mujeres …”. O en Isaías 13:16: “Sus párvulos serán estrellados ante sus ojos, serán saqueadas sus casas, y sus mujeres violadas”.
Un ejemplo, que se extiende por dos continentes, del rapto de mujeres y la violación en la guerra es el imperio mongol que se extendió de China al centro de Europa. Los soldados mongoles violaban como estrategia para extender el terror. Sin embargo, el estudio genético del cromosoma Y, el que marca el sexo masculino, en poblaciones desde China y Mongolia hasta Rusia muestra que, aproximadamente, el 8 % de los hombres lleva marcadores genéticos, no de la población mongola, sino del propio Gengis Khan y sus parientes más cercanos.
El estudio de Tatiana Zerjal y su grupo, de la Universidad de Oxford, analiza 32 marcadores genéticos en 2 123 hombres de poblaciones que van desde el Cáucaso al oeste hasta Japón al este, y desde Siberia al norte hasta Hazara, en Pakistán, al sur. Por el patrón de cambios en los marcadores deducen que se extendieron hace un milenio, en la época del imperio de Gengis Khan.
Una investigación más detallada, centrada solo en 12 marcadores, la publicaron M. V. Derenko y sus colegas, de la Academia de Ciencias de Rusia, en 2007. Analizaron el cromosoma Y de 1 437 hombres de 18 poblaciones del norte de Eurasia. Como era de esperar, el mayor porcentaje de estos marcadores relacionados con Gengis Khan lo encontraron en los mongoles actuales, en el 38,4 %, y, por el contrario, no encontraron ningún marcador en kurdos y persas, hacia el sur del área estudiada.
Otro grupo étnico conocido por su violencia, por su consigna de “violación y pillaje”, son los vikingos. Sus expediciones por todas las costas europeas, y más allá, entre los siglos VIII y XI los hicieron temibles. Se cuenta que su colonización de Islandia llegaban acompañados por mujeres británicas raptadas en su viaje hacia el noroeste. O la destrucción de Sevilla, con hombres, mujeres, niños y ancianos pasados a cuchillo. Y, por supuesto, con violaciones como arma de guerra. Fue en el años 844, con Abderramán II como califa, que, dos meses después, reunió un ejército que acabó con los ataques de los vikingos.
Los movimientos de los vikingos en el norte del Atlántico los ha estudiado el grupo de Sara Goodacre, de la Universidad de Norwich, en Inglaterra, con el cromosoma Y en los hombres, y el ADN de las mitocondrias que lo transmiten las mujeres. En las islas más cercanas a Escocia, el porcentaje aportado de marcadores genéticos de los vikingos, hombres y mujeres, es casi igual lo que indica su origen en grupos familiares con ambos sexos representados por igual. En cambio, en las islas más lejanas, y sobre todo en Islandia, la aportación de los hombres es mayor, y el ADN mitocondrial pertenece a las mujeres del lugar, no de mujeres vikingas.
Hay que destacar, en la dispersión de los genes vikingos por Europa, la historia del gen CCR5, con su mutación D32 que, se ha demostrado, provoca una fuerte resistencia a la infección con HIV, el virus del SIDA. Es una mutación del gen CCR5 que los vikingos, desde Escandinavia, han distribuido por las costas de Europa, con una mayor presencia en el noroeste.
También en nuestra guerra civil, entre 1936 y 1939, hubo violaciones en ambos bandos. Hay algún discurso fascista que afirma que “puede que muramos, pero vuestras mujeres darán a luz a hijos fascistas”. Supone la trasmisión del ideario político de forma biológica, de generación en generación, en una sociedad patriarcal donde el hijo hereda al padre. Es una razón étnica para justificar la violación.
Pasamos al final de la Segunda Guerra Mundial cuando el Ejército Rojo llega a Berlín en 1945. Antony Beevor, historiador especializado en este conflicto, afirma que, a las mujeres violadas en Berlín por las tropas soviéticas, se les negaba el aborto y casi el 90 % contrajo alguna enfermedad venérea. Fue una de las causas del contrabando de penicilina en esos años, tal como escribió Graham Greene en El tercer hombre, y llevó Carol Reed al cine en 1949. En Alemania, de 1945 a 1946, el 3,7 % de los niños nacidos tenían padre soviético. Algo parecido a lo que hicieron los ejércitos de Gengis Khan.
Vamos hasta 1992, en la antigua Yugoslavia, cuando la antigua república de Bosnia-Herzegovina declara la independencia. Estalla la guerra entre serbios, croatas y bosnios musulmanes. Fue una limpieza étnica sistemática. Para diciembre de 1992, tres cuartas partes de Bosnia habían sido “purificadas” étnicamente, y el proceso continuaba. Los miembros de las comunidades no serbias eran, en parte, capturados, masacrados o deportados a campos de concentración. Y, también, se violaba, a menudo en público, como ejemplo y para provocar el terror en la población.
Fue una guerra en una cultura patrilineal en la que los hijos heredan la etnia de los padres. La violación en masa de musulmanas por serbios lleva a una nueva generación de niños serbios. Más de 35 000 mujeres fueron violadas en esta guerra de profundo significado étnico y genocida. Los serbios violaban a mujeres musulmanas bosnias hasta que quedaban embarazadas y las mantenían en prisión hasta que el aborto no era posible. La ONU publicó un informe en 1994 que afirmaba que, en los campos de concentración, había médicos que debían certificar que las mujeres que no quedaban embarazadas después de múltiples violaciones, no llevaban el diafragma.
Y en 1994 comenzó la guerra en Ruanda, con cerca de un millón de muertos en las matanzas de tutsis por los hutus en menos de tres semanas, entre abril y julio de 1994. De nuevo una guerra étnica y genocida, con, según un informe de 1996, entre 250 000 y 500 000 mujeres violadas. No se conoce el número de embarazos a que dio lugar esta campaña de violaciones, aunque se han mencionado entre 2 000 y 5 000. También es una sociedad tradicional y patrilineal en la que los niños heredan la etnia del padre. Fueron miles los niños hutus que nacieron de mujeres tutsis violadas. Incluso hubo grupos de hombres diagnosticados con SIDA que violaban a mujeres tutsis con la intención explícita de trasmitirles la enfermedad. La mayoría de la mujeres violadas que sobrevivieron a las matanzas dieron positivo al virus HIV.
La violación en la guerra es una afirmación de poder y dominación. Significa el sometimiento del enemigo a través de las mujeres. Lo importante no es la mujer sino el mensaje al hombre, al enemigo, ya que, en un sistema patriarcal, la mujer es considerada una propiedad del hombre, de su marido, de su padre, de sus hermanos,… Es, por tanto, la violación un arma contra el estatus del enemigo. Las mujeres no son seres humanos, son propiedades de algún hombre. Su violación es la victoria. El enemigo podrá conquistar territorio, ganar batallas e, incluso, la guerra, pero nunca recuperará a sus mujeres. Incluso no tendrá a los hijos de las mujeres violadas. Son los hijos de otro, del enemigo, y en un sistema patriarcal, el hijo hereda la etnia del padre. Además, cuando la guerra termina, las víctimas sufren rechazo social en sus comunidades y, en cambio, los violadores siguen libres de persecución y juicio.
Es habitual, incluso ahora y en nuestro entorno más cercano, que se juzgue y culpe a la mujer violada según códigos de la cultura del honor. En un estudio reciente de la Universidad de Málaga, liderado por Jesús Canto, participaron 262 voluntarios universitarios, con 142 mujeres y una edad media de 20,5 años. Hay respuestas que aplican el código del honor al evaluar la inculpación de la víctima en su violación, sobre todo si el ataque lo ha hecho algún conocido o si es violación conyugal.
Durante las últimas décadas, la psicología evolutiva o la sociobiología han provocado un intenso debate al proponer la violación como una forma evolutiva de la sexualidad o, incluso, como una estrategia reproductora que forma parte del proceso natural de la evolución. La crítica a estas propuestas dice, sin embargo, que las teorías biológicas de la violación colocan a hombres y mujeres en unas conductas deterministas, obligadas, biológicas o genéticas. Se basan en las motivaciones sexuales e ignoran que los violadores pueden tener diferentes razones para violar. Además, siempre hay que contar con el papel esencial que la cultura y el poder tienen en perpetuar y promover las agresiones sexuales.
El sexo es un hecho biológico mientras que su explicación o, si se quiere, justificación es un hecho basado en una profunda base cultural. A lo largo de la evolución de nuestra especie, el sexo no ha cambiado pero la explicación y justificación varía con el tiempo y la cultura dominante. Aunque lo que sabemos sobre la violación como arma de guerra obligar a aceptar que, venga el violador de la cultura que venga, la violación, aún reprimida por el entorno, está muy cerca de la superficie y aparece si las condiciones para ello se dan. Es importante conocer la relación entre género, sexo y violencia y el contexto social y cultural en que aparece la violación. Lo primero es aceptar que la violación no es una conducta determinista y depende del entorno social y político. El investigar su causa con precisión ayudará a erradicarla.
Referencias
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Sobre el autor
Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.
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[…] Angulo, E. (2019). Arma de guerra: violación. Mujeres con ciencia. Disponible en: https://mujeresconciencia.com/2019/12/03/arma-de-guerra-violacion/ […]