Un bebé lo suficientemente mayor como para gatear está al borde de un precipicio, mirando hacia el otro lado, decidiendo si caminar hacia su madre, que le hace señales de ánimo al otro lado del abismo. Un grupo de investigadores observa a la criatura y toma notas.
Solo que no es un precipicio de verdad. Una lámina de resistente plástico transparente se extiende entre el bebé y la madre, aunque este no lo sabe. Los investigadores quieren saber si el crío percibe y entiende ya el concepto de profundidad, si por lo tanto interpreta el inquietante vacío que parece abrirse ante él y si en esa situación, avanzará hacia su madre o preferirá quedarse quieto donde su integridad física no corre peligro.
Este experimento se conoce como precipicio visual y fue desarrollado por la psicóloga estadounidense Eleanor Jack Gibson en la década de 1960 para testar la hipótesis de que la capacidad de percibir la profundidad era una habilidad innata en los seres humanos, y no algo aprendido, una idea que basándose en los resultados no fue posible confirmar ni refutar de forma contundente. Sin embargo, viendo cómo los bebés se mostraban reacios a cruzar el aparente precipicio, Gibson y su equipo sí pudieron concluir que en el momento de empezar a gatear, los seres humanos ya son capaces de percibir esa dimensión del espacio y a interpretarla adecuadamente, es decir, como un riesgo.
Pero además de este primer experimento, el artefacto del precipicio visual se ha utilizado durante décadas para multitud de estudios, tanto en humanos como en animales. Se ha usado, por ejemplo, para investigar cómo según las expresiones faciales del adulto de referencia (normalmente la madre) un bebé puede sentirse más o menos predispuesto a caminar sobre el supuesto abismo.
El precipicio visual se ha utilizado también para explorar el sentido espacial de otros seres vivos, principalmente otros mamíferos. Antes de ponerlo a prueba con bebés, Gibson y sus colegas realizaron una serie de experimentos con crías de rata y con crías de gatos, y descubrieron que las ratas nacidas y mantenidas a oscuras sus primeros días de vida evitaban caminar sobre el lado más alto del supuesto precipicio, sugiriendo con ello que el sentido de la profundidad y la precaución ante las alturas es una habilidad presente en el momento de caminar, y que en animales que caminan nada más nacer, como los pollos y gallinas, esa habilidad ya está presente.
Este experimento resultaba interesante por varios motivos, pero sobre todo por lo que los psicólogos podían interpretar sobre los procesos y ritmos de desarrollo de la agudeza visual y del aprendizaje en distintas especies.
Una infancia “tan tradicional que sería aburrido contarla”
Eleanor Jack nació el 7 de diciembre de 1910 en Peoria, Illinois, Estados Unidos, y vivió una infancia “tan tradicional que sería aburrido contarla”, explicaría ella en una autobiografía años después. Creció en un ambiente de respetable clase media, una familia presbiteriana de orígenes ingleses, escoceses e irlandeses.
Lo único sorprendente para mí es cómo me las ingenié para romper con unos orígenes como esos y emerger como una intelectual (como una académica, al menos) con ideas que habrían resultado radicales para muchos de mis antepasados.
Eso aún estaba lejos, por el momento era una niña brillante, aunque nadie se lo dijo nunca ni la motivó para ello.
Mi primera noción al respecto fue cuando empecé a ir al instituto a los doce años y mis compañeros eran todos mayores y en general más sofisticados que yo. Seguí teniendo dudas sobre mi intelecto cuando empezaron a gustarme los chicos y me di cuenta de que si buscaba algún tipo de reciprocidad tenía que esconder el hecho de que mis notas eran todas sobresalientes.
Gracias a algunas de sus profesoras del instituto, que dedicaban horas y trabajo extra a preparar al alumnado que mostraba capacidad e interés para pasar las pruebas de acceso a universidades de prestigio, Jack entró en el Smith College, una universidad exclusivamente femenina donde “no solo se permitía sino que se animaba a las mujeres a ser académicas y científicas”.
Interés por los experimentos psicológicos
Jack, sin embargo, no tenía en la cabeza durante los primeros meses nada que ver con eso, ya que era la primera vez que vivía fuera de su pueblo y de la casa familiar, y toda la vida universitaria llamaba su atención. Sin embargo, al final de su primer año descubrió “un profundo interés por la psicología”, no tanto por las hipótesis concretas que se explicaban en clase, sino por la realización de experimentos que consideraba fascinantes. Decidió cambiar su licenciatura de Francés a Psicología.

Durante la carrera descubrió que la aplicación y experimentos para probar teorías psicológicas, especialmente en niños, era lo que más le interesaba de su campo. Conoció al que sería su marido, James Gibson, y se matriculó en el curso que éste impartía, Psicología Experimental Avanzada. Terminó la carrera y quiso seguir investigando y haciendo el doctorado, pero entonces llegó la Gran Depresión y su familia, que ya había notado el impacto económico de enviarla al Smith College, no podría permitirse enviarla a otra universidad. Finalmente se quedó en el Smith College y obtuvo el título de máster, además de ser contratada en la misma universidad para impartir cursos y formación de laboratorio.
Ella y Gibson se casaron, y cuando él comenzó a impartir un nuevo curso de Psicología Social, ella obtuvo el puesto de su ayudante. Él dirigió su tesina, que ella leyó en 1934.
Escribir una tesina con tu marido como director es algo definitivamente poco recomendable, pero sobrevivimos.
Hicieron más que eso. Gibson y su marido enunciaron juntos la llamada teoría ecológica de la percepción de Gibson, que propone que el aprendizaje es resultado de combinar la información que proporciona el entorno y la motivación de recoger información de los bebés y los niños. Los humanos, por tanto, aprenden por necesidad, para sobrevivir en un entorno en el que, según crecen y desarrollan sus capacidades, tienen más oportunidades de movimiento.
Yale no es amable para las mujeres
En busca de ideas nuevas y más oportunidades para experimentar, lo que ella llamaba psicología objetiva, Eleanor Gibson y su marido se fueron a pasar un curso a la Universidad de Yale, mucho más grande y mejor dotada, pero aunque allí había más teorías y personalidades relevantes para su campo, también había otra actitud hacia las mujeres como académicas e investigadoras, algo que indignó a Gibson, que se dio cuenta entonces de que su anterior institución era una rareza en ese sentido, y no la norma.
Allí comenzó a trabajar con Clark L. Hull, psicólogo del comportamiento, que dirigió su tesis. Tras un año volvió al Smith College y allí siguió trabajando en ella. En 1938 obtuvo su doctorado por la Universidad de Yale.
En 1940 comenzó a trabajar como profesora asistente en la universidad, pero la entrada de Estados Unidos de lleno en la Segunda Guerra Mundial tras el bombardeo de Pearl Harbour en 1941 interrumpió temporalmente su vida académica, ya que ese año su marido fue reclutado para llevar a cabo investigaciones sobre percepción en el Comando de Entrenamiento de Vuelo en las Fuerzas Aéreas estadounidenses. Eso supuso mudarse primero a Tejas y luego a California. Al fin del conflicto, en 1946 el matrimonio volvió a Massachusetts y Gibson al Smith College.
Tres años después la Universidad de Cornell contrató a James Gibson y la familia se trasladó de nuevo, esta vez a Ithaca, Nueva York. Allí ella no pudo trabajar: además de no favorecer la contratación de mujeres, la universidad tenía reglas que buscaban evitar los casos de nepotismo y según las cuales no podía trabajar en el mismo departamento que su marido.
Dieciséis años de trabajo no remunerado
Gibson se puso en contacto con otro psicólogo de la universidad y pasó los siguientes dieciséis años desarrollando el trabajo de asistente de investigación pero sin cobrar por ello. Se dedicaba entre otras cosas a criar y cuidar las crías de animales con las que se llevaban a cabo los experimentos. Esto hizo despertar en ella un ávido interés en el desarrollo de determinadas habilidades, y si se trataba de capacidades innatas o aprendidas en algún momento de las primeras semanas o meses de vida. Desarrolló el artefacto del precipicio visual que probó primero con ratas y más adelante con bebés.
La temática de sus experimentos se había hecho conocida, y más tarde recibió financiación de las Fuerzas Aéreas y de la Armada para seguir investigando en el desarrollo y aprendizaje perceptual. En 1966 su marido dejó de trabajar en Cornell y entonces ella pudo por fin ser contratada por la universidad. Se unió a un proyecto interdisciplinar para analizar y entender el proceso por el que se aprende y se procesa la lectura. Más adelante volvió al campo de la percepción infantil, convirtiendo su laboratorio en un centro especializado en este campo.

En los últimos años de su carrera, Gibson se dedicó a recopilar y dejar por escrito su trabajo y su legado. En 1992 recibió la Medalla Nacional de Ciencia, uno de los muchos premios y honores que se le otorgaron. No pudo dejar de comentar, con sarcasmo, que la medalla “tiene la imagen de un hombre, por supuesto”. Falleció el 30 de diciembre de 2002, a los 92 años.
Referencias
- Elissa N. Rodkey, The woman behind the visual cliff, American Psychological Association, 2011
- Marion Eppler, Eleanor Gibson, SRCD oral history interview, 1998
- Autobiografía, Reading Hall of Fame
- Eleanor J. Gibson, Wikipedia
- Visual cliff, Wikipedia
Sobre la autora
Rocío Benavente (@galatea128) es periodista.