Hay una mujer cuyo nombre debe figurar en letras de oro entre las más destacadas en grandes hallazgos arqueológicos de comienzos del siglo XX y es la británica Gertrude Caton-Thompson. La calidad y relevancia de sus trabajos es tal que todavía hoy es una referencia para quienes siguen investigando en yacimientos de tumbas y civilizaciones perdidas que ella, acompañada de otras mujeres, sacó a la luz a orillas del Nilo y en el corazón de África. La suya fue una vida excepcional en medio de una sociedad victoriana, clasista y racista en la que rompió los esquemas. Aficionada a llevar exhaustivos diarios, ya al final de su larga vida, en 1983, nos dejó una biografía, Mixed Memoirs, que ha ayudado a conocer mejor cómo era y sus reflexiones personales.
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Gertrude nació en Londres el 1 de febrero de 1888. Huérfana de padre desde los cinco años, en ese final de siglo recibió educación en casa con institutrices –su hermano si fue a estudiar fuera– hasta que a los 12 años ingresó en el internado ‘de señoritas’ Links School. En los cuatro años siguientes dejó claro que le interesaba más pescar, cazar, la equitación y, sobre todo, tocar el violín que otras actividades consideradas más adecuadas para su género. Fue a los 18 años, en un viaje a Atenas, Creta y Egipto con su madre, cuando tuvo su primer encuentro con la arqueología y a su vuelta, atraída por aquellas ruinas, comenzó a acudir a conferencias sobre el tema, actividad que compaginaba con su compromiso con el movimiento de las mujeres sufragistas.
Tenía 24 años cuando una inesperada herencia solucionó su situación económica y decidió dedicarse a estudiar prehistoria. Ya había tenido una primera experiencia en una excavación en Francia, pero su primera gran inmersión en la materia la tuvo al matricularse en el University College de Londres, a la vez que aprendía árabe y topografía con clases privadas. Finalmente, en 1921, con 33 años, Gertrude volvió a Egipto, pero ya como parte del equipo del famoso arqueólogo William Matthew Flinders Petrie, para trabajar en las excavaciones en Abidos, una de las ciudades más destacadas del Antiguo Egipto, y en Oxirrinco (hoy Al-Bahnasa). Su primer gran éxito fue confirmar que alrededor de Abidos había vestigios del Paleolítico Medio, algo que no se creía que existiera: la recién llegada Caton-Thompson encontró herramientas de piedra musterienses (típicas de neandertales) en pleno desierto. En total, halló unos 2000 objetos, que serían expuestos en la Escuela Británica de Arqueología de Egipto y que llamaron la atención sobre su persona en el mundillo en auge de la arqueología. No olvidemos que al año siguiente Howard Carter descubrió en Luxor, la antigua Tebas, la tumba intacta de Tutankamón (noviembre de 1922).
Tras aquel primer hallazgo, Gertrude se embarcó en una nueva aventura en Malta, en este caso con Margaret Murray, para trabajar en un yacimiento del Neolítico; pero allí comprendió que le faltaba formación y optó por volver a Londres a profundizar en sus estudios de geología, paleontología, zoología y otras ciencias, lo que haría en Cambridge. Por entonces que conoció a Lady Darwin, nuera de Charles Darwin, que la introdujo en la élite académica.
Empezaba 1924, cuando Petrie le pidió que volviera a Egipto, y lo hizo. En sus memorias recuerda cómo en aquella campaña dormía en una tumba del Reino Medio, muy fresca, que compartía con dos cobras: “Fueron educadas conmigo, y yo con ellas, aunque como precaución puse arena junto a mi cama para escucharlas si se acercaban”, dejó escrito. En esa ocasión, Gertrude pidió excavar en unos acantilados y una llanura aluvial cultivada cerca del yacimiento en Qua El-Kebir, en el centro de Egipto, donde descubrió (en Hemamieh) un asentamiento humano de varias chozas de la cultura badariense, que había florecido entre los años 4400 y 4000 a.C y podría haber surgido incluso antes. Petrie comparó aquel hallazgo con el de Carter. Estaba entusiasmado. En los diez años siguientes encontrarían hasta 10 000 tumbas de esa cultura en 36 kilómetros a lo largo de la orilla este del Nilo.
Aunque algunos meses volvió a Malta a trabajar con Margaret, no encontraba nada tan excitante como en tierras egipcias, donde decidió centrar sus esfuerzos. Ese año 1924, convenció a Petrie de que la dejara explorar en el desierto de El Fayum con un pequeño grupo de seis personas, adonde irían con un destartalado coche que les dio muchos problemas. Volvería al año siguiente con su colega y amiga Elinor Gardner y juntas, en 1926, descubrieron allí que había existido la civilización agrícola más antigua conocida hasta la fecha en la zona, con más de 6000 años. De sus hallazgos concluyeron que fueron dos culturas neolíticas. Había vestigios de cultivos de trigo y cebada, finos trabajos de cestería, silos revestidos para conservar la cosecha… y todo ello en dos fases culturales distintas. Determinaron que a medida que el nivel del lago fue bajando, la cultura más avanzada fue eliminada por otra menos evolucionada, una conclusión que sería discutida más adelante al aplicar nuevos métodos de datación. Gertrude, en un principio, no se tomó muy bien las nuevas hipótesis.
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El viaje al sur de África
En aquellos tiempos de turbulencias políticas en Egipto, los americanos comenzaron a hacerse fuertes en la zona donde excavaba, así que ya pensaba en irse al oasis de Kharga cuando recibió un encargo de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia: irse al sur de África, a Zimbabue, entonces una colonia llamada Rodesia, para trabajar en las espectaculares ruinas de una ciudad en mitad de la selva; de hecho, Zimbabue significa “casa de piedra” en lengua shona. Entonces, se debatía si era obra de los africanos, a los que se consideraba demasiado primitivos para hacer aquellas obras.
Para ir, y por primera vez en la historia, en 1928 Gertrude organizó una expedición compuesta solo por mujeres. De sus trabajos, en los que utilizaban cerámicas y muros de terraza como las de los aldeanos cercanos al yacimiento, concluyeron que, efectivamente, la fortaleza y la ciudad habían sido realizadas por una civilización nativa, los shona, un resultado no gustó nada a la ortodoxa comunidad arqueológica. La arqueóloga llegó a recibir auténticas cartas de odio de colegas como Victor Loret y Alfred Charles Auguste Foucher, que defendían que lo habían hecho los fenicios. Incluso el alemán Leo Frobenius defendía que era una expansión de la civilización babilónica. ¿Cómo iban haber hecho aquellas edificaciones los negros?, se preguntaban. Gertrude guardó todas estas misivas en un archivador que tituló como “Dementes”. Y hoy nadie duda de que tenía razón: la ciudad fue parte de una civilización africana de habla shona entre los siglos XVIII y XV.
Estaba inmersa en este trabajo cuando supo que su hermano, homosexual, debido al rechazo social de la época, había caído en una enfermedad mental y tuvo que volver a Gran Bretaña para ocuparse de él, un tiempo que aprovechó para publicar sus hallazgos en revistas como Nature, Antiquity o Man. También para conseguir fondos: pese a ser tiempos de la Gran Depresión, logró recaudar 2000 libras para sus excavaciones. También fue nombrada miembro del Royal Anthropological Institute.
Fue más adelante, entre 1930 y 1933 cuando retomó la idea de ir a Kharga, el oasis egipcio donde hallaría herramientas de civilizaciones primitivas. Allí utilizaría un innovador método de escrutinio del suelo que revolucionó el estudio de los yacimientos: anotaba con detalle cómo aparecían colocados los objetos en relación con los demás. Más tarde publicaría su libro El oasis de Kharga en la prehistoria, donde determinaba que allí había existido una civilización. Todo ello la condujo a una investigación más amplia sobre las civilizaciones paleolíticas del norte de África, que publicó en 1952. En aquella nueva fase egipcia, en la que hizo varias campañas, en vez de vehículos utilizaba camellos para trasladar los materiales.
Y una curiosidad: durante una de las estancias en su país, en 1933, se quedó fascinada por las ilustraciones de un yacimiento hechas por una joven Mary Leakey, así que le pidió que ilustrara sus hallazgos para el libro The Desert Fayum en el que trabajaba. Además, presentó a Mary al que sería su futuro marido, Louis Leakey, abriendo así la puerta de la evolución humana a otra de las grandes científicas de la historia mundial. Los materiales conseguidos en estas campañas, debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial, no se harían públicos hasta 1954, cuando ya tenía 64 años.
De aquellos tiempos en Kharga hay muchas anécdotas en su diario, como las tormentas de arena que tuvieron que sufrir en penosos traslados o la historia del vuelo con la avioneta de Lady Bailey. Gertrude quería ver desde el aire los canales descubiertos en 1928, y al final ambas acabaron arrestadas por no tener permiso para despegar. En 1937, Gertrude y Elinor pidieron permiso para volver a trabajar en El Fayum al Gobierno egipcio y no solo lo consiguieron, sino que les dieron fondos para contratar hasta a noventa trabajadores como equipo.
Pero eran incansables: a finales de ese mismo año, emprendieron una nueva aventura en Yemen, ahora acompañadas por la antropóloga Freya Stark. Allí hicieron la primera excavación sistemática de unas tumbas rupestres. Pero aquel fue un viaje no exento de problemas, con tribus poco conformes con su presencia, aunque lo peor fueron las malas relaciones entre Gertrude y Freya. Ambas eran testarudas y estaban acostumbradas a mandar, así que no se soportaban, como refleja el libro que escribió la segunda, Un invierno en Arabia. Y eso que el editor la hizo rebajar el tono contra su compañera, a la que solo menciona como “la arqueóloga”.
Una prueba de que la pasión de Coton-Thompson era el trabajo de campo es que en 1939 rechazó ser la primera mujer catedrática de Arqueología en Cambridge, cargo que fue ocupado por otra mujer, Dorothy Garrod. Lo que no pudo evitar fue la suspensión de sus excavaciones durante la guerra mundial, cuando se fue a vivir con Elinor. Por desgracia, dejó todas sus posesiones en un almacén que resultó bombardeado.
Tras el conflicto, ya no volvería a trabajar en el campo, pero seguiría escribiendo y recibió importantes honores. Entre otros, el premio Cuthbert Peek, la medalla del Real Instituto Antropológico o la medalla Burton de la Real Sociedad Asiática. Además, durante seis años fue la primera mujer presidenta de la Sociedad Prehistórica. También fue la segunda mujer nominada para la Academia Británica y participó en la creación del Instituto Británico de Arqueología en el Este de África, colaborando en ello con Louis Leakey, al que apoyaba en la distancia.
Al recibir el ‘Honoris Causa’ en Cambridge en 1953 dijeron de ella:
Dondequiera que vaya, ya sea en la llanura de Egipto o vagando por el desierto de Libia, como en ese oasis que los antiguos llamaban El Grande, pero los modernos Kharga, o de nuevo al sur de Arabia, siempre es la misma amante de los desiertos, una exploradora con ojos de lince de cualquier rastro de civilización antigua que pueda yacer bajo sus arenas. Tiene ese gran y singular don de tomar los tenues restos materiales de una era desaparecida y traerlos de nuevo ante nuestros ojos.
Muy amiga de su colega Dorothy Hoare, a los 64 años se fue a vivir con ella y su marido a un pequeño pueblo inglés llamado Broadway, aunque siguió de cerca los avances científicos hasta edad muy avanzada. Fue en esa casa donde escribió las memorias que publicaría en 1983 y donde murió, a los 97 años, el 18 de abril de 1985. Firme en sus opiniones, valiente e inteligente, la realidad es que su trabajo pionero en el poco tiempo que excavó sigue siendo tan fundamental como fascinante fue su vida.
Referencias
- J. M. Sadurní, Mary Leakey, científica que revolucionó la paleoantropología, National Geographic, 6 febrero 2024
- Willeke Wendrich, Gertrude Caton Thompson (1888-1985). Famous Footsteps to Fill, Archéonil 17 (2007) 89-106
- Sergio Parra, Gertrude Caton-Thompson, la Indiana Jones femenina que propició el hallazgo del Australopitecus, Xataka, 2 agosto 2014
- Gertrude Caton-Thompson: How Zimbabwe Got its Name, TrowelBlazers
- Miss Gertrude Caton-Thompson (Biographical details), British Museum
- Gertrude Caton-Thompson, Wikipedia
Sobre la autora
Rosa M. Tristán es periodista especializada en la divulgación científica y ambiental desde hace más de 20 años. Colabora de forma habitual en diferentes medios de prensa y radio de difusión nacional.