Myra Keen, la dama de las conchas

Vidas científicas

El estudio de los moluscos y de las conchas marinas, fósiles o no, tiene un nombre grabado con letras mayúsculas: el de la científica norteamericana Myra Keen, en realidad Angelica Myra Keen, aunque nunca usó su primer nombre. A lo largo del siglo XX, esta mujer de Colorado logró abrirse camino en el masculino mundo de la geología dejando una huella que hoy es más actual que nunca: suya es la primera documentación de cómo la distribución de los moluscos en la costa del Pacífico fue afectada por el cambio climático en el pasado.

Myra Keen. California Academy of Sciences.

Keen nació un 23 de mayo de 1905 en Colorado Springs, hija única de una pareja que enseguida se trasladó a vivir al rancho donde se habían construido una casa. Estaban a 32 kilómetros de la población más cercana, a un día a caballo. Su padre, ganadero, y su madre, cuáquera, unido al aislamiento de aquel lugar, forjaron a la niña su carácter fuerte y su tenacidad. En la escuela rural cercana, enseguida destacó por su inteligencia, y sus padres, para que recibiera una mejor educación, regresaron a la ciudad, donde se graduó a los 18 años. Luego regresaron al campo, donde Myra pasaría tres años fotografiando la naturaleza e intentando encontrar por ahí su camino.

Visto que aquello no tenía salida, sus padres acabaron por vender el rancho para regresar a la ciudad, donde podría seguir sus estudios. Primero lo intentó con la entomología, pero pronto comprobó que no podía ver a las mariposas con alfileres ni diseccionar gatos, así que optó por la psicología, una carrera de moda en los complicados años previos al crack de 1929. “La carrera me la pagaron las gallinas”, diría después en alusión al nuevo negocio de cría de pollos que había iniciado su padre. En 1930, tras graduarse, logró una beca para la Universidad de Stanford, en California, adonde se trasladó con su madre.

Concluida la beca, se matriculó en Berkeley, donde hizo el doctorado, estudios que compaginó con un trabajo como asistente en el Instituto Infantil de Bienestar Social. Y fue una experiencia que la marcó: nunca más en adelante quiso pedir ayudas oficiales para sus investigaciones. “No quiero quedar atrapada por el Gobierno. No se planifican los proyectos de la forma adecuada”, denunció. Lo malo era que finalizada la carrera, con 29 años, y tras la crisis financiera, solo tenía la ayuda familiar para la supervivencia.

El encuentro con la malacología

Una circunstancia casual daría un giro a su vida. Durante un verano en la costa de Monterrey, en el Pacífico, había recogido conchas que despertaron su interés y, a su regreso a Berkeley, contactó con la Hopkins Marine Station para tratar de identificarlas. Allí le pusieron en contacto con la responsable de la colección de Stanford, Ida Oldroyd, con quien no tardó en conectar y en empezar a colaborar como voluntaria. Había encontrado su destino y la psicología como profesión pasó a ser historia.

Durante dos años, Myra colaboró sin cobrar con Oldroyd, tras lo que consiguió un trabajo como asistente a tiempo parcial que apenas le daba para vivir. Hubo un año que hasta se olvidaron de incluir su pequeño sueldo en el presupuesto. De hecho, sus empleadores la anunciaron que su carrera sería “errática y lenta” porque no tenía formación en geología y, encima, era mujer. Pero ella no se rindió y en 1940 logró un primer contrato a tiempo parcial como “conservadora”.

A falta de un título, se convirtió en una esponja que absorbía información de una ciencia que era nueva para ella. Hizo cursos con el profesor Hubert Schenck, aumentando su conocimiento de los fósiles de moluscos californianos, al tiempo que iniciaba estudios comparativos en Stanford entre especies fósiles y vivas. Gracias a los estudios de estadística en Psicología de Myra, Schenck encontró en ella a la persona que necesitaba para analizar masas de datos e identificar patrones de distribución. Juntos hicieron los primeros trabajos de distribución de especies entre California y Washington desde el Pleistoceno hasta nuestros días, una investigación fundamental para cuantificar los cambios de temperatura en las aguas del Pacífico durante el último millón de años. De hecho, fue la primera documentación de hasta qué punto la temperatura controla la distribución latitudinal de los moluscos actuales a lo largo de esa costa, y de cómo los fósiles se pueden utilizar como paleotermómetros para conocer las condiciones en el pasado geológico.

Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Schenck fue llamado a filas y dejó a Myra a cargo de su curso de Paleontología. Tras aquello se convirtió en la primera mujer profesora de Geología en la Universidad de Standford, primero como asistente, luego asociada (1960) y por último titular (1965). Efectivamente, un camino lento y doloroso en el que veía a hombres a quienes había enseñado ascender en rangos académicos mucho más rápido. De hecho, en la facultad, hasta había una escalera y un banco que eran espacios vetados a las mujeres y en un curso se puso un límite a las matriculaciones femeninas. Para luchar contra este sexismo, la investigadora se involucró al máximo en el grupo del campus “The Women of the Faculty”, que se reunía mensualmente para compartir experiencias y que presidió entre 1958 y 1960. Era el contrapunto del “club de profesores”, excluyente para ellas.

Myra Keen. Stanford Faculty Oral History Project.

Pese a todas las trabas, su curso de Oceanografía Biológica era de los más populares, y también el de comisariado. De hecho, su alumnado triunfaba en sus carreras profesionales. Myra Keen defendía que la igualdad de género se demostraba con los hechos y se esforzaba cada día en mejorar, un ejemplo que animaba a otras mujeres a seguir sus pasos, y a los hombres a admirar su valía.

Además de la docencia, durante décadas siguió a cargo de la colección malacológica de Stanford, que tenía toneladas de ejemplares de todo el mundo. Faltaba poco para su jubilación, cuando la colección pasó a la Academia de Ciencias de California por falta de fondos para mantenerla. Para entonces tenía un millón de especímenes catalogados, siendo una de las mayores colecciones del mundo. Ella había colaborado con sus hallazgos, pero aún hizo algo más importante: la promovió como una importante herramienta de investigación, potenciando su estudio con el envío de ejemplares a colegas de otros países y organizando exposiciones. El traspaso a otra institución lo recordaría como un duro golpe. Hoy allí solo queda en Stanford una pequeña muestra expuesta, la “Myra Keen Exhibit of Modern and Fossil Shells”.

La importancia de la divulgación

Otra de sus facetas fue la divulgación. En 1958, y por un encargo de un coleccionista de conchas que ejerció de mecenas, publicó su libro más conocido: Sea Shells of the Tropical West America, un total de 624 páginas y 1700 dibujos (actualizado en 1974 con una nueva ayuda privada). Aún es un volumen de referencia. En total, escribiría nueve libros, más de 75 artículos e importantes aportaciones al Tratado sobre Paleontología de Invertebrados, publicado por la Sociedad Geológica de América.

También participó en expediciones al Golfo de California, financiadas por el Fondo Científico Belvedere. En una de ellas, en 1960, descubrió el primer gasterópodo bivalvo del Pacífico oriental, un caracol alojado entre dos conchas, como una almeja, al que bautizó como Berthelinia chloris belvederica.

Entre los eventos especiales de su vida destaca su encuentro con el emperador Hirohito de Japón en 1975. Él era un gran coleccionista de conchas y había enviado especímenes a Keen, que a su vez le compartía información. Ambos se encontraron en San Francisco para hablar de su pasión compartida.

De Myra Keen no puede decirse que no fuera reconocida en vida. Obtuvo dos prestigiosas becas de la Fundación Guggenheim para estancias en museos europeos en los años 60 y en 1963 recibió el Premio de Honor de la Unión Malacológica de Estados Unidos, cuya división del Pacífico presidió en 1964. Entre otros muchos logros, en 1984 obtuvo una mención del College de Colorado por sus estudios en Ciencias Naturales y sus descubrimientos. Como reconocimiento, hoy cuarenta moluscos llevan su nombre. También le otorgaron la Medalla de la Academia de Ciencias de California.

Keen se jubiló en 1965 como profesora de Stanford, pero siguió asesorando a colegas y exalumnos. Tras su traslado a Santa Rosa, se involucró en su comunidad y formó parte de la junta directiva de la Asociación de Amigos del Servicio a los Ancianos. Allí ayudó a crear un centro de retiro de los cuáqueros, al que se fue a vivir a sus 77 años y al que donó su patrimonio, menos sus documentos, que envió al archivo del Instituto Smithsoniano. Después de una gran batalla contra su visión deteriorada y contra la artritis, falleció allí a los 80 años el 4 de enero de 1986 como resultado de un cáncer.

Por los pasillos de la Facultad de Geología de Stanford, los sedimentos de su inteligencia, su sencillez vital (el estoicismo fue una de sus rasgos personales) y su fuerte carácter, con el aliño de su peculiar humor, dicen que han quedado para siempre en el registro de esa institución.

Referencias

Sobre la autora

Rosa M. Tristán es periodista especializada en la divulgación científica y ambiental desde hace más de 20 años. Colabora de forma habitual en diferentes medios de prensa y radio de difusión nacional.

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