No soy lo suficientemente buena

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Hasta los 8 años, no hay diferencia en los niveles de confianza entre niñas y niños; sin embargo, a partir de esta edad, la convicción de las niñas en sus propias capacidades disminuye en un 30 %. Esta es la reveladora conclusión a la que llegaron las investigadoras Katty Kay y Claire Shipman después de entrevistar a 1 400 niñas y niños de 8 a 18 años. Los padres de las 800 niñas de la muestra se preguntaban qué podría haber pasado si antes sus hijas no tenían tantas dudas sobre ellas mismas.

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El estudio de Katty y Claire muestra de forma contundente que las chicas están experimentando en los últimos años una grave disminución en su propia confianza y que su seguridad para afrontar desafíos se desploma al acercarse a la adolescencia.

En este proceso, la apertura al riesgo que da la confianza en uno mismo queda enterrada bajo una avalancha de señales biológicas y culturales que les dicen que tengan cuidado, que valoren la perfección y que eviten posibles fracasos a toda costa. Los padres y la sociedad refuerzan muchos de estos mensajes y comportamientos al mismo tiempo que los cerebros de las niñas están inundados de estrógenos, lo que aumenta la intensidad de sus emociones y frena la inclinación al riesgo. Esta sensibilidad afectiva les permite leer mejor el panorama emocional que les rodea, pero también les hace más observadoras, más cautelosas y menos lanzadas a algo nuevo.

En muchos aspectos, las niñas están sobresaliendo como nunca antes y, particularmente en lo académico, su desempeño supera al de los niños. Al mismo tiempo, las tasas de ansiedad de las niñas se han disparado durante los últimos diez años. Los motivos son varios: por un lado, las expectativas de logros por parte de familia y profesorado, y por otro, el objetivo que llevan marcado a fuego desde su infancia: ser unas “buenas niñas”.

Los niños se arriesgan y fracasan más fácilmente, y así desarrollan la confianza en sí mismos. Sin embargo, en las niñas, muchas veces se promueven desde varios frentes tendencias perfeccionistas y se valora como algo positivo su esfuerzo por agradar.

Sabemos que afrontar retos, el posible fracaso y el proceso de recuperación genera confianza en uno mismo. Pero si somos honestos, esto no se les permite a la mayoría de nuestras adolescentes (y no tan adolescentes). En esta etapa, los peligros están por todas partes y los padres sienten miedo de casi todo. El entorno está lleno de tentaciones, nuevas vivencias y retos que no existían en la infancia de sus hijos. Pero si queremos que los chicos y chicas construyan seguridad en ellos mismos, es importante controlar el impulso de allanarles el camino constantemente. Necesitan estrategias y recursos, apoyo y cariño, y esa debería ser la tarea clave de la familia. Una vez provistos de esas herramientas esenciales, debemos dejar que se equivoquen, que cometan errores y luego descubran cómo recuperarse.

En la investigación de Katty y Claire las niñas no parecen haber generado esa confianza en ellas mismas, ya que los resultados muestran que entre la preadolescencia y la adolescencia, la capacidad de creer en ellas mismas cae del 71 % al 38 %. Además, algo más de la mitad de las adolescentes siente la presión de tener que ser perfectas. Con estas estadísticas, podemos deducir que un porcentaje alto de niñas tienen dificultades para aceptarse como son, porque están empeñadas en ser como los demás quieren que sean. En esta línea, es importante estar atentos al uso que hacen niños y adolescentes de las redes sociales. Es cierto que tienen muchas ventajas: les permiten estar conectados, sentirse parte de un grupo y explorar virtualmente sus intereses en un abanico muy amplio de posibilidades. Pero debido a su omnipresencia, la autoconfianza de los adolescentes puede verse afectada ya que es muy difícil escapar de su influjo para generar identidades. Los problemas con amigos o enemigos se disparan con facilidad, las dudas y los malentendidos son constantes y los matices de una buena comunicación se pierden entre las palabras y las imágenes de WhatsApp, Twitter, Facebook o Instagram, entre otras. El cuidado excesivo por mantener una imagen virtual impecable, sobre dodo en las chicas, alimenta también un perfeccionismo preocupante. Además, la presión para ser perfectas puede llegar a ser angustiosa porque se comparan constantemente con imágenes femeninas de una perfección retocada hasta límites obscenos.

Tenemos que señalar un beneficio muy interesante del mundo de las redes sociales y es que cuando las niñas siguen a mujeres que comparten sus intereses, científicos, literarios, etc., las chicas amplían sus perspectivas. Son capaces de ver posibilidades que no habían imaginado antes y eso les ayuda a salir del estrecho enfoque dirigido a buscar aprobación, cuidar la apariencia, envidiar la celebridad, etc.

Entonces, en lugar de luchar cuesta arriba contra los móviles y las redes sociales, los padres pueden insistir en que sus hijas sigan a tres o cuatro mujeres que están trabajando en áreas que les interesen. Así descubrirán nuevos objetivos ilusionantes y realistas sugeridos por mujeres que se esfuerzan y se equivocan.

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Otro factor que con demasiada inercia desatiende estereotipos y dimensiones de género es la escuela. A menudo se alienta a las niñas a hacerlo todo bien. Pero no se trata de ser perfecta y esperar una palmadita. Lo bueno es intentar y hacer y fallar y seguir adelante. Hay excelentes profesores que siguen este criterio, con convicción pero siempre al lado de sus alumnas y alumnos.

Vemos que son muchas variables las que confluyen, pero, ¿por qué tantas chicas aspiran al perfeccionismo? ¿Es algo nuevo o siempre ha existido?

Desde un punto de vista biológico, el cerebro de las mujeres desarrolla antes la corteza prefrontal, por lo que tienden a ser mejores en hacer inferencias y elaborar estrategias. A menudo, dado que las mujeres son proclives a anticipar consecuencias, procuran elegir opciones seguras en lugar de las más arriesgadas. También el giro cingulado anterior, conocido como el centro de la preocupación, está más desarrollado en el cerebro femenino, y esto significa que las mujeres intuyen los posibles efectos de cualquier acción con rapidez, también los negativos, y aparece la sensación de angustia al considerarlos todos a la vez.

Los pensamientos en bucle y las rumiaciones apagan la voluntad de las niñas de construir confianza y les hacen evitar todo aquello susceptible de fracaso. Si tratan de alcanzar la perfección (una tarea imposible), esto significa que no pueden fallar, por lo que no correrán riesgos.

Los datos de la investigación que nos ocupa muestran que el porcentaje de niñas que piensan que no se les permite fallar aumenta un 150 % entre los 12 y 13 años, y el 45 % de las de 13 años dicen que no se sienten capaces de soportar un fracaso.

Sabemos que es fundamental afrontar desafíos, porque es lo que se valorará positivamente en el mundo real, después de abandonar el espacio seguro de lo académico. Por lo tanto, es muy conveniente que las chicas se expongan a un riesgo saludable y que sean capaces de permitirse fallos en su día a día. La confianza depende de la acción. Es la cualidad que literalmente convierte nuestros pensamientos en acciones, llevándolos de impulsos mentales aleatorios a hechos reales. Y ese proceso, que por lo general también implica algo de lucha y fracaso, es lo que genera más seguridad. Cuando las niñas prueban cosas nuevas, cosas difíciles, su confianza aumenta. Si sólo hacen lo que se les da bien, no crecerán en asertividad e iniciativa.

La investigación de Katty y Claire muestra que a los padres de adolescentes les resulta más difícil aceptar la idea de que las chicas puedan fracasar que a los padres de niñas más pequeñas; parece que al crecer ya no se admiten tantos errores o que se espera de ellas una cierta conducta femenina.

De cualquier modo, los papás son mejores que las mamás para medir con precisión la confianza de sus hijas. De hecho, hay un 26 % más de probabilidades de estimar esa confianza de forma correcta. Para las madres, sus propios problemas de confianza y su autoexigencia influyen en la capacidad para juzgar a sus hijas. Es una diferencia de percepción. La brecha de confianza hace que las mujeres esperen más de sus hijas como se esperaba de ellas, y que evalúen a sus hijas más como ellas mismas han sido evaluadas.

Si las mujeres, las madres, nunca admiten o comparten sus propios desastres, las niñas se medirán a sí mismas frente a un estándar falso (y hay mucho de esto en cualquier ámbito de la vida). Es muy importante mostrar a las hijas lo que significa meter la pata y lo enriquecedor que es recuperarse después. Si las madres están ocupadísimas en ser perfectas, eso es lo que más notarán sus hijas, sin importar cuántos libros sobre confianza les den a leer.

Las mujeres, todavía muchas, se alejan de los riesgos. Pero, ¿el riesgo es un sentimiento universal? Claire, periodista, descubrió, por ejemplo, que cuando estaba produciendo programas de televisión, tenía que convencerse a sí misma de que la mayor parte de su trabajo sería bueno y que sólo sería perfecto ocasionalmente. Esto le permitió hacer más cosas y asumir más tareas en lugar de agotarse cada noche trabajando en un guion hasta bien entrada la madrugada; pensaba que no iba a estar a la altura en las entrevistas con altos funcionarios del gobierno; le preocupaba no ser lo suficientemente “experta”. Pero comprobó que nadie se daba cuenta de su ineptitud. Se acabó su síndrome de la impostora y fue consciente de que no necesitaba saberlo todo para poder participar.

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Ella dice que una buena forma de pensar es que el diez por ciento de las decisiones diarias estarán equivocadas, y eso está bien, porque se afrontarán las consecuencias y habrá un proceso enriquecedor de aprendizaje. Pero el 90 por ciento de las decisiones cotidianas serán correctas y eso es mucho para avanzar y progresar.

Como a Claire, quizá estas expresiones nos resulten familiares: “No soy suficientemente buena”, “No lo voy a saber hacer”, “Mi opinión no es importante”. Esta manera de pensar es un rasgo claro del síndrome de la impostora. Se caracteriza porque la persona que lo padece, en este caso una mujer, tiene un nivel de autoexigencia muy elevado y duda de sus capacidades y destrezas, se siente un fraude y piensa que, en ciertos ámbitos, no está la altura.

Lo peor de este síndrome es que condiciona las decisiones de quien lo padece, que deja escapar muchas oportunidades: evita hablar en público, no opina en los grupos, no participa en discusiones interesantes, no propone ni aporta nuevas ideas, rechaza proyectos relevantes, colaboraciones, promociones, etc.

En conclusión, debemos hacer ver a nuestras adolescentes que es bueno asumir riesgos e incluso es importante fracasar para que construyan confianza después de comprobar que tienen capacidad para recuperarse. Tenemos que insistir en que sean ellas mismas, aprendiendo de sus errores y, sobre todo, tenemos que insistir en la valentía y no en la perfección.

Referencias

  • Voyer D, Voyer SD (2014). Gender differences in scholastic achievement: A meta-analysis. Psychological Bulletin 140 (4), 1174-1204. DOI: 10.1037/a0036620
  • Gillies G, Flett GL (1991). Estrogen Actions in the Brain and the Basis for Differential Action in Men and Women: A Case for Sex-Specific Medicines. Pharmacological Reviews 62(2) 155–198; DOI: 10.1124/pr.109.002071
  • Hewitt PL, Flett GL (1991). Perfectionism in the self and social contexts: Conceptualization, assessment, and association with psychopathology. Journal of Personality and Social Psychology 60(3), 456-470. DOI: 10.1037/0022-3514.60.3.456
  • Kay K, Shipman C (2018) The Confidence Code for Girls. Harper-Collins

Sobre la autora

Marta Bueno Saz es licenciada en Física y Graduada en Pedagogía por la Universidad de Salamanca. Actualmente investiga en el ámbito de las neurociencias.

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