Ștefania Mărăcineanu: un Nobel nunca compartido

Vidas científicas

En 1935, la Academia sueca de las Ciencias otorgaba por segunda vez el Premio Nobel de Química a una mujer. Su nombre ya era notorio por herencia en aquellos salones. Irène Joliot-Curie, hija de los ya consagrados Marie y Pierre, grababa su nombre en la cumbre del Olimpo de los sabios, en compañía de su esposo Frédéric.

Irène y Frédéric Joliot-Curie (1935). Wikimedia Commons.

El motivo del galardón fue un descubrimiento que expandiría –aún más– el alcance de los aportes de sus padres. Los esposos Joliot-Curie tenían pruebas de haber conseguido la radiactividad artificial. Hasta entonces, el fenómeno físico descrito por Henri Becquerel (1852-1908) solo había sido apreciado de manera “natural”.

Por supuesto, no era un resultado exclusivo del matrimonio. A lo largo de las últimas décadas de su vida, Marie Curie había dedicado sus esfuerzos físicos y cognitivos al estudio de este proceso. Además, implicó a varios de sus alumnos en diversas mediciones y estudios relacionados con él. Poco antes de morir, la madre del radio y el polonio tuvo constancia de que su hija y yerno obtuvieron las pruebas de la radiactividad artificial.

La comunidad científica internacional siguió de cerca la temática e incluso los veredictos del comité de verificaciones creado por la Academia Francesa para constatar las pruebas que ofrecían Irène y Frédéric. De más está decir que, luego de las comprobaciones pertinentes, los aplausos fueron prácticamente unánimes.

Sin embargo, una voz se alzó en contra del lauro. Ștefania Mărăcineanu, una tímida figura condenada al olvido entre los avezados de la élite científica, afirmaba que el Nobel no podía ir, exclusivamente, a manos de los Joliot-Curie.

Ella era una de las alumnas del instituto dedicado a la radiactividad, creado por Curie, y clamaba que sus observaciones tenían un peso significativo en el logro del matrimonio francés. Su aspiración no era arrebatar el Nobel a la hija de la notoria científica. Solo tenía la intención de que su nombre recibiera igual reconocimiento.

De la mano de las ciencias

Según los registros públicos de su país, Ștefania había nacido el 18 de junio de 1882 en Bucarest. Su padre Sebastian era un joven de apenas 20 años. Fuera de este documento oficial poco se conoce de la infancia de Mărăcineanu en Rumanía. No existen detalles ni cartas personales que ofrezcan algún tipo de información sobre las etapas formativas de la joven.

Sus contemporáneos y amigos coincidían en que la muchacha debía haber sufrido a lo largo de sus primeros años de vida. Ella siempre aclaraba que no deseaba hablar de su niñez o de su familia.

No obstante, su desarrollo académico ha sido bien constatado. Ștefania entró a la Universidad de Bucarest en 1907. Ahí, luego de tres años, obtuvo su primer título en ciencias químicas y físicas. Luego de esta etapa instructiva, tomó cursos de pedagogía y, en 1914, consiguió la acreditación necesaria para impartir clases a estudiantes de la enseñanza secundaria.

La Primera Guerra Mundial irrumpió en su vida mientras se desempeñaba como profesora en una importante escuela de su ciudad natal. Al igual que sus compatriotas pasó dificultades debido a la invasión austro-alemana a su país.

Al finalizar la contienda bélica, nuevas oportunidades se abrieron para Ștefania. A mediados de 1920 obtuvo una beca para trabajar en el Instituto del Radio en París. Paralelamente, consiguió matrícula en la Universidad de la Sorbona para iniciar su doctorado.

Ștefania Mărăcineanu en el Instituto del Radio (1922).

Tras mudarse a Francia, Mărăcineanu se involucró activamente en el estudio de la semivida del polonio. Además, ideó métodos para medir la desintegración alfa de los núcleos atómicos. A partir de este resultado de trabajo apareció una importante conjetura.

Los exámenes de Ștefania indicaban que era posible pensar que los isótopos radiactivos se formaban a partir de átomos, como resultado de la exposición a los rayos alfa del polonio. Esta hipótesis desencadenó las pesquisas que, en la siguiente década, condujeron a los Joliot-Curie al descubrimiento de la radiactividad artificial.

A mediados de 1925, la investigadora regresó a la capital rumana. Se inscribió en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Bucarest e incluso solicitó un instructor que supervisará sus progresos investigadores. Pero, sin previo aviso, Mărăcineanu se retractó de sus intenciones y se trasladó nuevamente a París.

Con la sombra del paso de los años, y los sucesos posteriores, muchos historiadores han especulado que esa fue la primera señal de las desavenencias de Ștefania con las autoridades del Instituto del Radio.

Los siguientes cuatro años de la vida de la científica transcurrieron en el Observatorio Astronómico de Meudon. Desde ahí también investigó la posibilidad de que la luz solar induzca la radiactividad. No obstante, esta conjetura fue impugnada por otros expertos.

Por otro lado, 1928 fue un año decisivo para Ștefania. Publicó oficialmente sus resultados sobre la radiactividad e impartió diversas conferencias en significativos escenarios académicos. Menos de un año después de este éxito, Mărăcineanu regresó definitivamente a Rumanía.

Una vez instalada en la Universidad de Bucarest, retomó algunas de sus indagaciones sobre el núcleo del átomo. También alternaba sus obligaciones con impartir clases en escuelas secundarias, principalmente de chicas, para poder promover en ellas el vínculo a las ciencias.

Un camino de espinas

En 1934, el matrimonio Joliot-Curie anunció oficialmente el descubrimiento de la radiactividad artificial. Casi de inmediato sus nombres entraron a la puja por el Premio Nobel de Química del siguiente año. Ștefania sintió que sus esfuerzos y profesionalidad estaban siendo burlados o, cuando menos, olvidados.

Ștefania Mărăcineanu.

La científica llegó a escribir varias cartas de protesta que hizo llegar a los líderes del Instituto del Radio, a las autoridades responsables del premio de la Academia de las Ciencias de Suecia y hasta a algunos medios de prensa. El único periódico que tuvo la gentileza de mencionar su reclamo fue el austriaco Neues Wiener Journal. Aunque tampoco en ese espacio se consiguió demostrar la real envergadura de los aportes de Mărăcineanu.

Un año después de que el matrimonio recibiera el lauro académico, la Academia de Ciencias de Rumanía hizo llegar un reclamo oficial a su homóloga sueca. La misiva recalcaba el respaldo de la institución a la profesora y exigía que se evaluara con mayor profundidad la importancia de reconocer su nombre en el Nobel de Química otorgado en 1935.

Tras estos debates, la academia rumana fue encerrada en el ostracismo del conocimiento por varios años. La élite occidental no estaba dispuesta a que nadie mancillara el nombre uno de sus más adorados símbolos: la familia Curie. Incluso, se iniciaron algunas pesquisas para demostrar que los análisis de Ștefania no tuvieron real significación en los aportes de los Joliot-Curie. Por su parte, la investigadora fue condenada simplemente al olvido.

Los siguientes años de su vida, la científica rumana estuvo dedicada al estudio de los vínculos entre la radiactividad y la lluvia, así como de la lluvia y los terremotos. Al mismo tiempo, continúo escribiendo cartas periódicas que obligaron a la Academia rumana a no cerrar el expediente que exigía el resarcimiento de su nombre en el descubrimiento otorgado a los esposos franceses.

Ștefania Mărăcineanu murió el 15 de agosto de 1944. Al igual que muchos otros pioneros de los estudios sobre las radiaciones, la aquejaba un grave cáncer. Todavía hoy, a casi un siglo de su muerte, el debate continúa. La pregunta persiste: ¿merecía ella también el Nobel de Química de 1935?

Bibliografía

Sobre la autora

Claudia Alemañy Castilla es periodista especializada en temas de ciencia y salud. Trabaja en la revista Juventud Técnica.

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