Nadie se sorprende al escuchar que las mujeres, a pesar de suponer aproximadamente el 50 % de la población, se encuentran insuficientemente representadas en ciertas carreras y áreas de actividad.
Existen asimetrías notorias en las carreras investigadoras entre mujeres y hombres: mientras que el número de mujeres es cada vez más abundante en las carreras universitarias, y en torno al 50 % de las tesis doctorales defendidas son realizadas por mujeres, su presencia desciende en la etapa postdoctoral, y esta tendencia se mantiene en todas las categorías profesionales.
Así, según el informe Mujeres Investigadoras CSIC – 2018, solo un 25 % de los profesores de investigación del CSIC son mujeres, y este valor es aún menor en otros países europeos.
Al prescindir de la mujer en sectores tan amplios, implícitamente se desaprovecha también su potencial creativo, clave para la innovación y el desarrollo humano y económico de la sociedad. Así lo reconoció, por ejemplo, la Estrategia de Lisboa para la Unión Europea, que para convertir la economía de la UE en la más competitiva del mundo para el 2010 urgió, entre otras medidas, a aumentar el empleo femenino.
Esta desigualdad se agrava, por ejemplo, en el caso de las ingenierías y otras carreras técnicas. Si bien desde hace tres décadas las mujeres superan el 50 % de los estudiantes universitarios, su representación en ingenierías y Arquitectura desciende hasta el 25 %, y por debajo del 50 % en las carreras de ciencia (INE, 2011).
Las razones de la exclusión
¿Pero, cuál es la causa de esta asimetría? Hay mujeres plenamente capacitadas que podrían estar interesadas en estudios STEM, pero que optan por emprender estudios en otras ramas o cambiar de carrera. Y, si estas diferencias no se relacionan con diferencias en las calificaciones, se deben entonces a aspectos motivacionales.
Obviamente, las causas son múltiples y diversas: parte de ellas se refieren a obstáculos reales como el techo de cristal o los sesgos en la selección de candidatos (Aramburu-Zabala, 2005). Otra parte muy importante se debe a obstáculos autoimpuestos o una percepción entre las mujeres de que son menos inteligentes o menos capaces para la ciencia.
Estas diferencias en el autoconcepto emergen desde bien pronto. Un reciente estudio (Bian, Leslie y Cian, 2017) mostraba que ya con 6 años las niñas tenían menos posibilidades de considerarse inteligentes, y por tanto de escoger participar en juegos y actividades consideradas difíciles.
¿Y cuando llegan al instituto?
Ya en el instituto, las estudiantes de secundaria y bachillerato obtienen mejores notas en las asignaturas de Física, Química, Tecnología y Matemáticas, pero aun así se consideran a sí mismas inferiores que los chicos en estas materias (Sáinz, Upadyaya, 2016). Sus calificaciones superan a las de sus compañeros y, sin embargo, en los test de autoconcepto su puntuación es significativamente menor.
Solo en Biología las alumnas se muestran convencidas de que son mejores que sus compañeros, probablemente porque esta asignatura se acerca más que las otras a un estereotipo relacionado con las mujeres, y que les relaciona con los cuidados.
El efecto Pigmalión o el efecto de las expectativas
Sin duda, esta percepción viene condicionada por la mirada externa, y por las expectativas que se mantienen y, aunque de modo inconsciente, se transmiten al alumnado durante toda la escolaridad.
De acuerdo con las teorías socio-psicológicas de la socialización, las diferencias por género en los intereses académicos y los comportamientos se deben, en parte, a la influencia de otras personas significativas, como los padres, compañeros y profesores (Gentrup y Rjosk, 2018).
Aunque no existe una evidencia contundente, varios estudios han detectado que los profesores tienden a sobrestimar la capacidad verbal o lectora de las chicas y la matemática de los chicos (Holder y Kessels, 2017), y esto se traslada posteriormente a sus calificaciones, con una brecha de género que aumenta paulatinamente con la edad.
Los docentes no reconocen participar de este estereotipo: si se les pregunta directamente, más del 80 % de una muestra de 20 profesores universitarios declara que chicos y chicas están igualmente capacitados para las ciencias. En buena medida, esto puede deberse a que los docentes generalmente perciben a las chicas como más motivadas, más dispuestas a aprender (coincidiendo con Gentrup y Rjosk, 2018), y también trabajadoras más dedicadas y constantes, si bien no necesariamente más brillantes.
Percepciones en el aula de ciencias
Pero, aunque no reconocido ni deseado, este efecto existe y está bien documentado. El estereotipo “la ciencia es masculina” sigue vigente hoy en día, y los indicadores de la equidad de género real, las diferencias nacionales en la representación de mujeres en los campos y en rendimiento científicos, se relacionan con su fuerza en cada contexto social (Miller, Eagly, & Linn, 2015).
Descendiendo al aula de ciencias y al laboratorio escolar, este cliché se perpetúa. Los varones –haciendo una generalización muy gruesa– ocupan más tiempo y más espacio de las interacciones en el aula y en el laboratorio, realizan más intervenciones, proponen más hipótesis y más explicaciones, sean o no sean correctas (al nivel que lo pueden ser los modelos científicos escolares). Y esta actividad se identifica con frecuencia con interés, motivación y, en definitiva, predisposición hacia esta disciplina.
¿Son mejores los más interesados?
Estos rasgos no tienen por qué corresponderse con los que definen al alumno o alumna con un mejor rendimiento en ciencia. Docentes universitarios de asignaturas de ciencia (Química, Física, Biología) identifican a los “mejores” alumnos en ciencia con aquellos más interesados (67 %), capaces de plantear mejores hipótesis (57 %) o mejores explicaciones (62 %), quedando la participación en un 42 %.
La actividad en el laboratorio desciende a un 35 %, con importancia residual al número de aportaciones o intervenciones. Rasgos como ser más reflexivo, o la percepción de rasgos propios de la naturaleza de la ciencia son notablemente más valorados, así, que la “activitis”.
Nos atrevemos a proponer que este estereotipo está en parte en la mirada del docente, y en una confusión muchas veces discutida en otros ámbitos entre “activitis” (hacer muchas cosas) o actividad física, e implicación intelectual.
Una asignatura pendiente, por tanto, en la formación inicial y continua del profesorado de ciencias, si queremos contribuir desde la base a cerrar la brecha de género.
Sobre la autora
María Napal Fraile, Profesora e Investigadora en Didáctica de las Ciencias Experimentales. Dpto. Ciencias, Universidad Pública de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Ir al artículo original.