Una mañana de domingo de abril de 1995 mi padre, al despertar, se comportaba de una manera extraña: farfullaba, no era capaz de responder a las preguntas de mi madre y la mitad derecha de su cuerpo parecía petrificada. Había sufrido un infarto cerebral mientras dormía y pasó quince días ingresado en un hospital madrileño hasta que le permitieron volver a casa.
Mi padre sufrió el infarto cerebral pero las consecuencias de ese infarto fueron mucho más allá de él, su cuerpo, su cerebro y su vida. Asistir al proceso por el que un ser querido, o alguien cercano a ti parece no tener ningún tipo de control sobre sus pensamientos, su habla, su vista, su tacto o sus movimientos motores, contemplar cómo su cerebro vuelve a conectarse muy poco a poco a través de terapia, logopedia y medicación y cómo la persona que surge curada de ese proceso es, en cierta manera, otra persona, es una experiencia que te cambia la vida. A mi padre, a mí y a mi familia nos la cambió por completo.
No somos conscientes de nuestro cerebro, como mucho, pensamos en él en los momentos en los que realizamos un esfuerzo intelectual o físico mayor del acostumbrado: cuando estamos estudiando mucho o tratando de entender algo complejo o cuando nos decimos a nosotros mismos al hacer deporte «venga, esto es todo cabeza, puedo con ello». El resto del tiempo somos alegremente inconscientes de nuestro cerebro y de nosotros mismos. Un infarto o una hemorragia cerebral cambia por completo esa situación. Todo lo que antes dabas por hecho: hablar, leer, tocar, entender lo que te dicen, sumar, restar, saber cuantos dedos tienes, dónde está tu brazo, como se camina o quién eres se vuelve un proceso misterioso e inalcanzable. De alguna manera remota y compleja eres consciente de que sabes hacer esas cosas, de que hace un rato, unas horas o el día anterior todo eso te salía solo y ahora, con el infarto, no eres capaz.
Es una situación tan desconcertante que, muchas veces, provoca risa. Mi padre se reía el día que fui a verle al hospital y le pregunté si necesitaba algo. Me miro, lo pensó y me dijo «bas capilla». Se echó a reír mientras yo le miraba estupefacta. Comenzamos entonces a jugar al mimo hasta que después de señalar todas las prendas de ropa que yo llevaba puestas, llegamos a los zapatos y movió la cabeza arriba y abajo. «Unos zapatos» grité. Y a él se le iluminaron los ojos.
Esta charla de Jill Bolte Taylor, neuroanatomista y Portavoz del Centro de Recursos de Tejidos Cerebrales de Harvard, retrata en primera persona la experiencia de un infarto cerebral. La doctora Bolte se dedicó al estudio del cerebro y sus distintos mecanismos empujada por la curiosidad por saber qué diferenciaba su cerebro del de su hermano que sufría esquizofrenia. En el año 1998, el 10 de diciembre, con 37 años despertó por la mañana y se dio cuenta de que estaba sufriendo un infarto cerebral. En esta asombrosa y emocionante charla cuenta paso a paso como sintió los síntomas, cómo fue poco a poco consciente de lo que le ocurría y como pensó que iba a morir. En su charla está todo: la sorpresa, el asombroso, la perplejidad ante el hecho de no ser capaz de controlar nada, la risa, el llanto y la emoción.
Es posible que al ver la charla, todo aquel que no haya tenido contacto con la realidad de un infarto o hemorragia cerebral piense que Jill Bolte Taylor exagera o que ha dejado de lado su parte científica para ser más emocional y, hasta cierto punto, mística. La realidad del infarto cerebral es que las personas que sufren uno tan masivo como el suyo (o como el de mi padre) y se recuperan por completo (hay muchos que no lo logran) se enfrentan a la vida de una manera radicalmente diferente a la que tenían antes de sufrirlo y a la de los demás. De alguna manera son mucho más conscientes de ellos mismos, del mundo que les rodea y su relación con los demás.
Jill Bolte tardó 8 años en recuperarse por completo de su infarto y de la operación en la que le extirparon un coágulo del tamaño de una pelota de golf. Hoy, se dedica al estudio del cerebro y a contar cómo fue como estudiosa del cerebro asistir al colapso del suyo propio.
Una gran charla para pensar un poco en nosotros y nuestro cerebro.
Sobre la autora
Ana Ribera (Molinos), historiadora con 16 años de experiencia en el mundo de la televisión. Autora de los blogs: Cosas que (me) pasan y Pisando Charcos.
7 comentarios
Hace sólo tres domingos que a mi suegro le dió un infarto cerebral en mi casa, mientras nos intentaba contar lo que le había parecido la película «Un monstruo viene a verme» que la vió el día anterior.
De pronto no podía enlazar las ideas, se empezó a poner nervioso y a frustrarse. Su hijo, mi marido, reaccionó rápido, le tranquilizó y le hizo levantarse, estirar ambos brazos, repetir una frase y le preguntó de qué color eran sus zapatos: no supo decirlo.
Se fueron al hospital al que obviamente él no quería ir porque alegaba que era cansancio y que en cuanto descansara se le pasaría y allí, en cuanto les comentó el cuadro abrieron protocolo de ictus.
Dos días ingresado, pruebas y tratamiento y recuperación al 100%.
Sí, vivirlo cerca te hace tomar perspectiva de lo frágiles y fuertes que somos al mismo tiempo nosotros y nuestros cerebro o nosotros gracias a esa máquina a la que apenas damos importancia por lo mucho que desconocemos de ella: nuestro cerebro.
¡Gracias por el post Ana! 🙂
Gracias Pilar por el comentario. Así es el infarto cerebral, de repente algo que das por hecho deja de ser posible: hablar, caminar, responder a una pregunta sencilla, leer, escribir…. es algo impresionante. También te digo que las recuperaciones son asombrosas, la de JIll Bolte puedes verla en pantalla pero yo viví la de mi padre y es de las cosas más impresionantes que he visto jamás y que nunca olvidaré.
Mi abuelo tuvo un aneurisma cerebral a los 48 años. Justo la semana que mis padres se tenían que casar. Era muy peliculero y contaba que tuvieron que salir pitando de Tarragona a Barcelona para que lo operaran -previa cancelación de la boda-, que tardaron más de 5 horas por la carretera nacional, que tenía mucho dolor y mucho miedo y que pensaba que no lo contaba… y que también pensaba que no vería cómo se casaba su hija, ni sabría nunca si le iría bien en la vida, que nunca sabría si tendría nietos… contaba que no veía bien y que intentaba pensar en las tallas de barcos de madera que hacía, que se le dormían las manos y que intentaba moverlas reproduciendo los movimientos que hacía con un trozo de madera y una navaja.
Le operaron, mis padres se casaron dos meses después y mi abuelo vivió 37 años más sin secuelas. Tenía en la frente un agujero que nos llamaba mucho la atención a sus nietos. «¿Cómo te hiciste eso, avi? ¿Te lo podemos tocar? ¿Ahí dentro está tu cerebro?» «Me lo hicieron para curarme y yo me lo toco para acordarme de lo afortunado que soy».
Anna, esa es exactamente la sensación que te queda cuando vives cerca de alguien que ha tenido un infarto cerebral, lo afortunado que eres por haber vivido algo así y sobrevivido. Es algo que te cambia por completo y también la manera de enfrentarte a la vida.
Gracias por el comentario.
Me leí el libro en el que ella cuenta su experiencia (Un ataque de lucidez) y me impactó muchísimo.
Es impresionante como describe todo el proceso que ella y su entorno viven, desde el momento en que empieza a notar que algo falla, hasta su completa recuperación.
Demuestra una fuerza de voluntad y un positivismo digno de conocer y de aprender de ello.
Lo saqué de la biblioteca y me gustó tanto que busqué como hacerme con un ejemplar hasta que conseguí uno, creo que en Argentina, y me lo madaron a Madrid.
Gracias María Rosa, yo lo viví con mi padre y es realmente una experiencia que te cambia la vida por completo. La charla es buenísima porque ella consigue transmitir esa perplejidad de no ser quien sabes o crees que eres, dejar de tener control mientras eres consciente de estar perdiéndote.
Hace 3 horas que me acabo de enterar que a mi padre le dio un infarto cerebral , veo mi vida pasar por unos minutos como una especie de película me siento mal , vivo lejos y solo voy con la esperanza de que todo esté bien y poder decirle cuanto lo quiero