La historia de la científica australiana Jean Elisabeth Laby está plagada de hitos: primera científica en física de su país, primera en conseguir un doctorado en su universidad, primera profesora de esta disciplina, una de las primeras en implicarse en los estudios del cambio climático… Jean Laby, que aseguraba que nunca se había sentido discriminada por ser mujer, en el mundo de la postguerra mundial que le tocó vivir, era una ‘rara avis’ que, pese a sus indiscutibles méritos, no llegó a prosperar como lo hacían sus colegas y que tuvo que soportar un trato que pocas mujeres hoy tolerarían, superando situaciones que requerían condiciones físicas exigentes a fuerza de determinación y coraje.
La pasión por la ciencia de Jean podría decirse que le vino en los genes. Nació en 1915 en Melbourne. Su padre, Thomas Laby, ya era profesor en la Universidad de esa ciudad australiana, donde investigaba y daba clases de Filosofía Natural (luego llamada Física). En 1931, ya era Fellow de la Royal Society de Londres por sus investigaciones. Su hija, una adolescente de 16 años, era fan absoluta del trabajo de su progenitor y, como también le ocurrió a su hermana Betty, enseguida se vio inclinada hacia la ciencia. En una entrevista para la Academia Australiana de Ciencias, contaba cómo les encantaba presenciar los experimentos que él hacia en casa y escuchar sus conferencias cuando las chicas de su edad andaban pensando en conseguir un novio para casarse.
Mala dibujante, gran científica
Sin duda, la vocación de Jean tenía quien la animara. Su padre, muy ajeno a los cánones de género de su época, se encargó de que desde el principio tuviera una buena profesora de física, así que cuando le llegó la hora de elegir carrera, tras un titubeo con arquitectura, se matriculó en Filosofía Natural. También hizo un curso de dibujo en la Escuela de Ingeniería: “En la clase de dibujo, al principio, ni mencionaban mi nombre porque decían que era obvio que yo estaba allí: no había otra mujer”, recordaría décadas después. El caso es que no se le daba bien, a lo que se sumaba que no salía a dibujar al exterior con sus compañeros porque todos eran varones. Y era la década de 1930. En aquellos años, también se matriculó en clases nocturnas en el Working Men’s College (Colegio de Hombres Trabajadores) para aprender a soplar vidrio, algo que le vino muy bien después para sus investigaciones. Como es de imaginar, mujeres había pocas.
Uno de los momentos más especiales de su juventud, diría Jean, tuvo lugar a los 20 años: el desayuno, en Londres, en el que su padre le presentó al Nobel de Química Lord Rutherford. Era el científico que descubrió que la radiactividad iba acompañada por una desintegración de los elementos que tanto daño haría con las bombas. A ella aún le faltaban cuatro años para graduarse en física, lo que conseguiría en 1940.
Al acabar la carrera, Thomas Laby prefirió que su hija aprendiera a buscarse la vida por si misma, así que Jean lo hizo y se presentó a un anuncio que vio en la prensa para un empleo en la Oficina Meteorológica de Melbourne:
Aunque consiguió el puesto, finalmente no lo aceptó. En 1939 había estallado la II Guerra Mundial y los jóvenes físicos de la universidad habían sido destinados a trabajar con instrumentos ópticos para las Fuerzas Armadas, lo que favoreció que fuera contratada como profesora en prácticas en el Filosofía Natural. Al final, también se vio implicada en esa producción: “En Australia no había vidrio de buena calidad, por lo que había que investigar y el profesor Hartung ideó un método que permitió fabricar lentes ópticas planas, que se convirtieron en instrumentos en nuestro departamento”, explicaría.
Tuvo que esperar a 1946, tras finalizar el conflicto, para comenzar a investigar, primero en la medición de la conductividad del agua, un trabajo por el que obtuvo su Máster en Ciencia. Después, en rayos cósmicos, partículas con radiación que alcanzan a la Tierra desde el espacio exterior. Fue el profesor V.D. Hopper quien le propuso trabajar en un proyecto para captarlos colocando unos dispositivos de gruesas capas de emulsión fotográfica sobre vidrio que enviaban con globos a la estratosfera. Los globos, que subían mucho más que los aviones, podían ser de neopreno, con 10 metros de diámetro al inflarse, y de plástico, que alcanzaban diámetros de cientos de metros. El lanzamiento suponía un lío de camiones, grúas y todo tipo de artilugios para ponerlos en la posición correcta, trabajos en los que Jean participaba con entusiasmo y mucha fortaleza física.
Pero había problemas. Estos globos subían y subían llenándose de hidrógeno, hasta que acababan estallando al poco tiempo, así que Jean, con sus compañeros, ideó una válvula que permitía controlar el nivel de hidrógeno adecuado para mantenerlos a una altura constante durante horas. Luego, recuperaban las placas y analizaban al microscopio las señales (unos granos negros) para ver las propiedades de los rayos que nos llegan del Universo. Aquellos años, algunos de sus globos alcanzaron hasta los 38 kilómetros de altitud, si bien más tarde llegarían hasta los 48 kilómetros, casi en el límite con la mesosfera. “Sí. Fue todo un logro, supongo”, declararía años después sobre aquel éxito.
Aquellos lanzamientos tenían sus dificultades. Requerían estudios del viento y de meteorología para controlar hacia donde irían a tan gran altitud, dado que tenían que recuperarlos así como buscar los lugares adecuados. Jean se pasaba muchas horas, día y noche, rastreándolos y, como subían más alto que los globos meteorológicos, facilitaba datos de gran utilidad para las previsiones del tiempo.
Uno de los viajes que no olvidaría lo hizo en 1959, cuando se fue con su colega Hopper a Sudáfrica para un lanzamiento. Tardaron semanas en llegar a Ciudad del Cabo en barco, pero lo peor fue la vuelta: el buque en el que debían regresar naufragó por un tifón, dejándoles varados durante semanas en Río de Janeiro, mientras su furgoneta, con todo el material científico, permanecía en la aduana sudafricana porque pensaban que aquello que había dentro eran juguetes y tenían un impuesto extra de salida. Nadie logró convencerles de que eran instrumentos para la investigación.
En la década de 1960, todos estos trabajos comenzaron a interesar al Ejército del Aire australiano, que finalmente contrató a Jean y Hopper como profesores de su Point Cook Academy, una tarea que compaginaban con la universidad donde ella, por cierto, seguía siendo la única profesora de su departamento.
Pionera en el cambio climático
El mismo año 1972 en el que el Club de Roma lanzó su famoso informe sobre Los límites del crecimiento alertando de los riesgos de la contaminación, Jean Laby se involucró en un pionero Programa de Evaluación de Impacto Climático, iniciado por el Departamento de Transporte de Estados Unidos, a través de la Universidad de Wyoming. La llamaron porque querían que participara en un estudio sobre aerosoles atmosféricos, las diminutas partículas que componen la contaminación que podían detectar gracias a una sonda que habían inventado. Y necesitaban sus globos para colocarla en la atmósfera, así que fueron a Australia para que les ayudara.
Esa recogida de datos sobre aerosoles continuó siendo parte de sus trabajos después de que el investigador americano con el que trabajó, John Grass, regresara a su país. Jean lanzaba globos con sondas a unos 30 kilómetros de altura; luego medía dos tamaños de aerosoles (0,3 y 0,5 micras) que encontraba, el vapor de agua, el ozono, además de la presión atmosférica y el viento. Así averiguaba cómo se movían estas partículas, especialmente las que habían sido expulsadas por aviones supersónicos, y analizaba su efecto en la atmósfera. En ese momento, además, se estaban realizando algunas pruebas nucleares en la superficie terrestre y se necesitaba información sobre la distancia y la dirección en que podía viajar el material radiactivo a gran altitud.
Laby dedicó mucho tiempo para conseguir calibrar los instrumentos de la sonda de la forma más precisa posible, trabajos por los que consiguió un contrato de la Oficina de Investigación Naval de EE. UU. para colaborar con la División de Física de Nubes de CSIRO (Organización de Investigación Científica e Industrial del Commonwealth). Gracias a los datos que recabó, se obtuvo una información única sobre la circulación atmosférica y el transporte de partículas entre hemisferios en la estratosfera. Los muchos artículos que publicó siguen siendo hoy muy citados.
Con estas investigaciones siguió incluso después de su jubilación, en 1980. Al año siguiente aún seguía participando en vuelos del proyecto y en 1998, ya con 83 años, viajó hasta la ciudad australiana de Mildua para verlos ascender en directo.
Jean falleció en el año 2008, a los 93 años de edad. Toda su vida la compartió con su hermana Betty, que también fue profesora universitaria, en su caso en estadística. Betty llegó a ser jefa de su departamento en ese mundo dominado por los hombres. Sin embargo, como se señalaba, Jean nunca ascendió de profesora titular, pese a su historial de publicaciones de impacto mundial y a sus contribuciones científicas. Es una deuda que, de momento, solamente se ha compensado con la concesión del Premio de la Universidad de Melbourne tras su jubilación y una pequeña placa que recuerda su paso ese lugar, al que dedicó la vida.
Referencias
- Nessy Allen, Entrevista a Dr. Jean Laby (1915-2008), physicist, Australian Academy of Science, 2000
- Juliet Flesch, Laby, Jean Elizabeth (1915 – 2008), The Australian Women’s Register
- Jean and Betty Laby. Sister act moves physics towards brighter future, Heritage Society Newsletter, Universidad de Melbourne, 2017
Sobre la autora
Rosa M. Tristán es periodista especializada en la divulgación científica y ambiental desde hace más de 20 años. Colabora de forma habitual en diferentes medios de prensa y radio de difusión nacional.