Marianne Grunberg-Manago: destacada bioquímica con luz propia

Vidas científicas

Marianne Grunberg-Manago.

El nombre de Marianne Grunberg-Manago, científica francesa de origen ruso, está estrechamente ligado al del bioquímico español Severo Ochoa debido al fructífero trabajo que realizaron juntos. La carrera profesional de esta investigadora, sin embargo, fue mucho más extensa y brillante que el tiempo que compartió con Ochoa. Sus excelentes investigaciones estuvieron dedicadas a profundizar en biología molecular, básicamente en el estudio de los intrincados y trascendentes mecanismos que rigen la biosíntesis de las proteínas. Por sus valiosas contribuciones recibió numerosos premios y llegó a ser una experta muy respetada en su tiempo.

Nacida en San Petersburgo el 6 de enero de 1921, sus padres, ambos dedicados al arte, decidieron emigrar a Francia cuando la niña tenía menos de un año. Cabe subrayar que su madre había terminado los estudios de arquitectura, algo excepcional para una mujer rusa a principios del siglo XX. Tras acabar el bachillerato en Nimes, Marianne Grunberg-Manago dudó sobre qué carrera seguir, pero finalmente optó por estudiar Ciencias Naturales. Realizó su doctorado en el laboratorio de Biología Marina de Roscoff, donde leyó la tesis en 1947. A partir de esos años se despertó en ella una gran pasión por la investigación.

A comienzos de la década de 1950, la vida académica de Marianne Grunberg experimentó un considerable impulso: consiguió ser aceptada para trabajar en el laboratorio de Severo Ochoa en Nueva York. La propia científica narra su encuentro con el investigador en el artículo: Severo Ochoa. 24 September 1905—1 November 1993, publicado en 1997.

Me encontré por primera vez con Severo Ochoa en 1952 en París, en el segundo Congreso Internacional de Bioquímica. Él tenía entonces 47 años de edad, era alto y guapo; parecía un hidalgo español, con unos profundos ojos marrones y llamativos cabellos blancos. Estaba impartiendo una magnífica conferencia, clara y didáctica, en la Sorbona […]. Su nombre ya era muy conocido en Francia, pero principalmente a partir de sus escritos, ya que Europa apenas estaba recuperándose de la guerra y las reuniones internacionales eran muy escasas.

De hecho, continúa Grunberg, «aquel fue mi primer congreso internacional y estaba nerviosa. Acababa de decidir lo que quería hacer con mis estudios posdoctorales en el laboratorio de Ochoa, y mi tutor, Eugène Aubel, me lo presentó. Severo Ochoa hablaba un francés muy fluido y quedé profundamente emocionada cuando aceptó que fuese a investigar en su laboratorio en la Universidad de Nueva York desde septiembre de 1953. Acordamos que primero debería pasar unos cuantos meses en el laboratorio del bioquímico Irwin C. Gunsalus en Urbana (Illinois). Severo deseaba tener estudiantes de postdoctorado ya formados, y yo respetaba el trabajo de Gunsalus. Afortunadamente, este último estuvo de acuerdo con nuestros planes».

Marianne Gunberg-Manago pudo desarrollar su proyecto gracias a que le concedieron sendas becas para trabajar en el laboratorio de Severo Ochoa. Partió para Estados Unidos en 1953 donde permaneció hasta 1956, fecha en la que regresó a París.

Estancia en Nueva York

En el laboratorio de Ochoa, Marianne Grunberg-Manago empezó estudiando el papel del ATP (molécula esencial para el intercambio de energía en el metabolismo celular, llamada por ello «moneda energética de la célula») cuando descubrió, en el verano de 1954, una enzima muy peculiar procedente de extractos de la bacteria Azotobacter vinelandii. Recordemos que las enzimas son moléculas de naturaleza proteica capaces de acelerar las reacciones orgánicas de modo que éstas tengan lugar a velocidades compatibles con la vida.

Tras un intenso trabajo, Grunberg-Manago observó que in vitro, esto es, en un tubo de ensayo, la nueva enzima podía catalizar la síntesis de cadenas de polinucleótidos a partir de nucleótidos, que son las unidades básicas que componen los ácidos nucleicos.

El descubrimiento de esta enzima fue tan inesperado que, inicialmente, Ochoa no estaba muy convencido de su existencia, pero la joven investigadora logró demostrarle que a partir de sus extractos bacterianos habían aislado una molécula de alto peso molecular cuyas propiedades eran las de un ácido ribonucleico. Después de repetir varias veces los experimentos, ambos científicos comprendieron la magnitud de su hallazgo: habían sintetizado por primera vez ARN in vitro. Y este sorprendente hecho era posible gracias a la nueva enzima. Decidieron entonces bautizarla con el nombre de polinucleótido fosforilasa, PNPasa. Detallar aquí las características de la molécula sería extendernos demasiado, pero sí debemos subrayar que se trata de una enzima que no solo es capaz de sintetizar ARN en el laboratorio, sino que además no necesita de una hebra que le sirva de molde a copiar, como es usual para la síntesis de este ácido nucleico.

En la primavera de 1955, en el transcurso del Congreso de la Federación de Sociedades de Biología Experimental de los Estados Unidos, celebrado en San Francisco (California), Marianne Grunberg-Manago y Severo Ochoa hicieron público por primera vez su trabajo sobre la obtención de polinucleótidos in vitro. Unos meses más tarde, también presentaron sus resultados en el Congreso Internacional de Bioquímica, en Bruselas. Ambos científicos publicaron, ese mismo año de 1955, sendos artículos sobre el tema en dos revistas de gran prestigio: Journal of the American Chemical Society y Science.

Desde el primer momento, los novedosos frutos de los investigadores de la Universidad de Nueva York despertaron poderosamente el interés entre la comunidad científica. La capacidad de sintetizar ARN en el laboratorio permitiría obtener moléculas de este ácido nucleico con una composición definida. Tal posibilidad sugería una perspectiva muy prometedora: nada menos que abrir las puertas a los expertos para descifrar el código genético, uno de los retos más importantes al que se enfrentaban los biólogos en aquellos momentos.

Recordemos que las moléculas de ARNm, compuestas por nucleótidos, son capaces de dirigir la síntesis de las proteínas, formadas a su vez por aminoácidos, mediante un complejo proceso conocido como traducción. Este proceso implica lo que podríamos llamar un «cambio de idioma a nivel molecular», y para realizarlo se requiere de un «diccionario»; ésta es la función del código genético.

Ante la imprevista importancia de la enzima descubierta por Grunberg-Manago y Ochoa, diversos laboratorios literalmente se lanzaron a analizar la nueva molécula con gran minuciosidad. Se terminó, entonces, por averiguar que la polinucleótido fosforilasa en realidad carece de función en la síntesis de ARN en el interior de la célula. Su papel in vivo consiste en la degradación o fragmentación de polinucleótidos. Sin embargo, in vitro ocurre lo contrario, esto es, cataliza la síntesis de ARN. Gracias a tan especial propiedad la enzima se convirtió en un instrumento experimental de enorme utilidad para descifrar el código genético.

Antes de seguir adelante, también puede ser de interés señalar que en aquellos años los biólogos estaban empezando a familiarizarse con el concepto de transmisión de la información genética, aunque es cierto que con dificultades, ya que para algunos expertos era una noción difícil de aceptar. No obstante, a medida que la comunidad científica fue asumiendo el papel de las enzimas como componentes imprescindibles de la expresión génica, o sea, de su rol fundamental para que la información codificada en el ADN pueda dirigir la síntesis de las proteínas, los estudiosos empezaron a entender lo que Francis Crick había definido como flujo de información en las células; esto es, que la información biológica pasa, se transmite o fluye desde el ADN al ARN y de éste a las proteínas.

Como han apuntado diversos autores, entre ellos la investigadora del CSIC María Jesús Santesmases, el desarrollo de los ordenadores también convenció a los científicos de «que el almacenamiento y la transmisión de la información tenían que ver con la herencia biológica». Por esta senda, el lenguaje informático penetró en la semántica de la biología.

La llegada del premio Nobel

En el año 1959, Severo Ochoa recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina por sus trabajos en la síntesis de ácidos ribonucleicos in vitro. Lo compartió con quien había sido uno de sus primeros becarios posdoctorales, el bioquímico Arthur Kornberg, éste por sus trabajos sobre la síntesis de ADN.

Marianne Grunberg-Manago.

De nuevo, en la historia de la ciencia se repite una insoportable injusticia: ignorar la importantísima labor realizada por una mujer científica. Aunque Ochoa en su discurso de agradecimiento del premio menciona a Marianne Grunberg-Manago, en ningún momento ni él ni el Comité del Nobel otorgan al trabajo de la investigadora el considerable mérito que realmente tuvo.

El 8 de octubre de 2005, con motivo del cincuenta aniversario del descubrimiento de la polinucleótido fosforilasa, en el diario El País el historiador de la ciencia y académico José Manuel Sánchez Ron publicaba un artículo titulado Ochoa a la luz de la historia. Contenía una reseña del libro: Severo Ochoa. De músculos a proteínas, de la científica María Jesús Santesmases. Al respecto, el reconocido académico y excelente divulgador, escribía lo siguiente:

Naturalmente, se estudian con especial atención los trabajos que llevaron a Ochoa al Premio Nobel, incluyendo el papel que desempeñó en ellos Marianne Grunberg-Manago, una becaria de origen ruso que llegó en 1953 al laboratorio de Ochoa en Nueva York desde Francia. Fue ella, en efecto, quien realizó el descubrimiento crucial, en el que en un primer momento Ochoa no creyó. Santesmases aborda la cuestión de por qué él recibió el Premio Nobel y ella no, pero sus comentarios van en las dos direcciones: la de la injusticia y la del comportamiento razonable por parte de la Academia sueca, que acaso, se dice, premió más el conjunto de los trabajos de Ochoa que al relacionado con el papel del enzima polinucleótido fosforilasa en la síntesis del ARN. Pero ambas cosas, justicia e injusticia, no pueden ser ciertas al mismo tiempo, y habría sido de desear un pronunciamiento más claro en este punto.

Volviendo al hallazgo de la enzima, subrayemos que su extraordinaria utilidad se puso muy pronto de manifiesto. Casi inmediatamente los investigadores Marshall Nirenberg (1927-2010) y J. Heinrich Matthaei (1929), ambos del Instituto Nacional de Salud en Bethesda (Maryland), centraron sus investigaciones en la recientemente descubierta molécula con el objetivo prioritario de emplearla para descifrar la clave del código genético.

Consiguieron sus primeros resultados exitosos en 1961 y la solución definitiva se produjo en 1965, al alcanzar el completo esclarecimiento de tan importante código. El logro tuvo una enorme trascendencia, pues supuso un poderoso avance para la genética y la bioquímica, abriendo, entre otras cosas, nuevos horizontes para el desarrollo de diversos trabajos en medicina. En 1968, M. Niremberg recibió el premio Nobel, junto con Har G. Khorana (1922) y Robert W. Holley (1922-1993), «por su interpretación del código genético y su función en la síntesis de las proteínas».

Según diversos autores, el Nobel de 1968 fue un premio que no se podría haber dado sin la enzima descubierta por Grunberg-Manago y Ochoa. El propio Ochoa afirmaba al respecto: «Puede considerarse que la polinucleótido fosforilasa ha sido la Piedra Rosetta del código genético».

Marianne Grunberg-Manago retorna a Francia

En 1956, pese a que Ochoa le ofreció un trabajo en su laboratorio, Marianne Grunberg-Manago, que estaba esperando su primer hijo, decidió regresar a París a reunirse con su esposo Armand Manago. Retornó como jefa de un grupo de investigación de bioquímica en el IBPC (Institut de Biologie Physico-Chimique), donde continuó con sus estudios sobre la enzima polinucleótido fosforilasa.

Marianne Grunberg-Manago.

Como señalan los prestigiosos bioquímicos, colegas y amigos de la científica, Richard Buckingham, Barry Cooperman y Yoshikazu Nakamura, en Francia Marianne Grunberg-Manago se implicó activamente, y con notable éxito, en estudios concernientes al código genético y el mecanismo de la traducción. En concreto, descubrió que para que se inicie la síntesis de una proteína es necesaria la participación de numerosos factores –pequeñas moléculas– cuya función la científica contribuyó a elucidar. Asimismo, se interesó por los aspectos dinámicos del papel de los ribosomas, las estructuras celulares donde tiene lugar la síntesis proteica; señalando diversas propiedades hasta entonces ignoradas. Sus trabajos prosperaron con el desarrollo de eficaces sistemas in vitro que le permitieron encauzar sus proyectos hacia las estrategias de control de la expresión génica, tema que con el tiempo fue adquiriendo cada vez más trascendencia.

Por otra parte, cuando se puso de manifiesto que la función in vivo de la enzima descubierta en Nueva York estaba esencialmente ligada a la degradación o fragmentación de polinucelótidos, Marianne Grunberg-Manago dedujo con nitidez que su horizonte de investigación podía ampliarse considerablemente. Las enzimas capaces de romper ácidos nucleicos, llamadas enzimas de restricción –popularmente conocidas como «tijeras biológicas»–, son de gran utilidad en la ingeniería genética; la científica daría a conocer una cantidad innumerable de ellas.

Los excelentes resultados científicos alcanzados por Marianne Grunberg-Manago le procuraron un gran respeto a nivel nacional e internacional, que se materializó en numerosos premios y distinciones. Entre otros honores, fue elegida miembro de la Academia Francesa de las Ciencias y la primera mujer presidenta de la Institución (1995-1996). También fue miembro de la Academia Americana de las Ciencias y de la Academia Rusa de las Ciencias. Asimismo, tuvo la satisfacción de ser la primera mujer en presidir la Unión Internacional de Bioquímica y Biología Molecular (1985-1988). En 2008 fue galardonada con la valorada Légion d’Honneur, alcanzando el rango de Grand Officier.

Según destacan los citados bioquímicos Buckingham, Cooperman y Nakamura: «Marianne fue miembro de la Academia Rusa de las Ciencias porque siempre cuidó mucho sus queridos lazos con su país de nacimiento y con los científicos rusos. Los esfuerzos que realizó para promover contactos entre los laboratorios franceses y los de su país natal ayudaron a muchos colegas rusos durante períodos de gran dificultad».

Marianne Grunberg-Manago falleció en la noche del 3 al 4 de enero de 2013, después de haber sufrido una seria hemorragia cerebral unos años antes. Sus colegas Buckingham, Barry y Nakamura escribieron en su obituario: «Quienes la conocieron siempre la recordarán por su enorme generosidad de espíritu, su buena voluntad para ayudar y apoyar a los demás, y por su inmenso entusiasmo por la investigación científica».

Referencias

Sobre la autora

Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.

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